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UNA HISTORIA QUE DEBE SER EXPLICADA Y CONOCIDA: 50 AÑOS DE LA PÍLDORA ANTICONCEPTIVA
Josep Maria Riera i Munné
Artículo enviado por Catholic Net, Educadores católicos para todos
Una historia que debe
ser explicada y conocida: 50 años de la píldora anticonceptiva |
Lo que queda es la satisfacción sexual
personal del propio deseo sin medida ni aparentes consecuencias. Se quiere ver
como un gran paso de liberación de la mujer, del “feminismo”, y esta es la
bandera de la que se sirven los promotores y los medios de comunicación para
presentarlo siempre como un progreso indiscutible. Solamente persones con
grandes prejuicios lo quieren negar, y a estas personas mejor no escucharlas en
sus argumentos conocidos y estériles... Todos sabemos lo que dicen... Pero, ¿es
realmente esa la novedad? La perspectiva que da el tiempo y los acontecimientos
han hecho visible que las cosas no son como aparentan ser o como nos las han
querido hacer entender.
La verdadera novedad antropológica y que explica todo lo que después se
desarrolla, es que se sustraen las nuevas vides humanes de la trascendencia o,
dicho de otra manera, se instaura por primera vez una mentalidad anticonceptiva
de poder y dominio, que parece total, del hombre y de la mujer -especialmente de
ella- sobre la gestación de las nuevas vidas humanas. En el “misterio” de la
vida humana está aceptado generalmente considerar cuatro momentos naturales de
trascendencia (en los que la vivencia personal supera la actuación meramente
humana): en la concepción, gestación y nacimiento de nuevas vidas; en el momento
de la muerte; en la donación marital de los esposos; en el banquete, como lugar
de fiesta y de gozo.
A la nueva vida que puede resultar de la relación conyugal del hombre y de la
mujer, gracias al nuevo dominio del poder humano de quererla o no quererla, se
le sustrae la dignidad inalienable que la vida humana tiene siempre como
misterio y don de Dios, y se considera la vida como dominio total del querer de
los progenitores. La nueva vida humana ya no es “procreada”, sino “producida” a
voluntad. El ser humano ya no recibe la vida como un don, sino que se reproduce
a sí mismo, como y cuando quiere. Es productor de si mismo, es “creador” y
dominador de la propia vida humana y de la vida de los nuevos nacidos. Esto no
es una apreciación sino un hecho que viene demostrado porque, por primera vez,
se establece una manera de clasificar las nuevas vidas como “deseadas” o “no
deseadas”, con las consecuencias que esto comporta de aceptación o bien de
eliminación. Como prueba, cada día es más difícil ver crecer niños y niñas con
síntomas de cualquier deficiencia genética, física o mental. Sencillamente ya no
nacen.
Antes de la píldora no existía generalizada la clasificación de hijos queridos y
no queridos, que con el paso de los años se ha ido consolidando, porque no
existía la posibilidad del dominio casi total y sencillo sobre las nuevas vidas.
Los hijos “deseados” serán considerados un bien más de los muchos que pueden
conseguirse con el poder y el querer humano. Los “no deseados” serán rechazados,
y cuando haya errores en el uso de los medios orales de anticoncepción, se
establecerá como un derecho el aborto, e incluso, en la práctica, el
infanticidio, si es necesario. Eso sí, todo realizado con una gran asepsia y
procurando hacerlo a escondidas, para no remover sensibilidades. Todo será
nombrado con eufemismos: el aborto, interrupción del embarazo; el embrión
humano, pre-embrión; la píldora abortiva, píldora del día después; etc.
La pregunta “políticamente correcta”, que se sigue repitiendo aún con inocencia
y a veces de manera airada, puede ser formulada así: ¿pero, por qué tanta
rigidez de la Iglesia en no querer adecuar las exigencias morales a las
posibilidades del hombre y de la mujer de hoy? Contesta Juan Pablo II (cf. VS,
103): ¿cuáles son las posibilidades del hombre? Y ¿de qué hombre hablamos: del
hombre dominado por la sensualidad, o bien del hombre redimido por Cristo?
La idea y el intento de querer controlar la fertilidad de la mujer para evitar
el embarazo es muy antigua, con diversas modalidades, siempre chapuceras y
traumáticas. La investigación en medicina y biología se planteó conseguir
técnicas anticonceptivas por el bloqueo del proceso de ovulación de la mujer y
para la interrupción de la gestación (aborto inducido), impidiendo la
implantación del embrión en sus primeras fases (óvulo ya fecundado) en las
paredes del útero.
En este quehacer, el movimiento intelectual tiene sus manifestaciones más
notorias en la “revolución sexual” del mayo francés de 1968, y la gran difusión
de las obras de Simone de Beauvoir -compañera de Jean Paul Sartre-, como “Le
deuxième sexe” (El segundo sexo), donde manifiesta con gran violencia verbal y
crudeza el menosprecio de las mujeres como una componente cultural, social e
histórica constante, tremendamente injusta con ellas.
En América, el feminismo radical se manifestó mucho más pragmático, y se
pusieron en movimiento muy pronto, entre otras, estas personas significativas:
Margaret Sangers, Gregory Pincus, Min Chueh Chang y John Rock. En 1951 se
relacionan Sangers y Pincus por mediación de Abraham Stone. Planned Parenthood
of America (PPFA) se compromete a financiar estudios para un anticonceptivo oral
para las mujeres. Pincus trabaja con Chang y después con Rock. También con otros
investigadores que habían trabajado sobre formas de bloqueo de la ovulación en
las mujeres. El primer resultado en 1955 es la píldora Enovid que provoca el
bloqueo hormonal de la ovulación. La mujer queda temporalmente estéril. Desde
1956 se experimenta sobre mujeres en Puerto Rico y al año siguiente en Haití y
Ciudad de Méjico. Aunque se manifiestan efectos negativos notorios, la
publicidad presentó Enovid como anticonceptivo seguro y eficaz, lo que será una
constante en la propaganda farmacológica, silenciando casi siempre los efectos
abortivos y otros efectos secundarios. En un ambiente muy cargado, la
Administración de Estados Unidos dio permiso en 1957 para la venta de Enovid, no
como anticonceptivo sino como regulador de la menstruación. Tres años después,
el 23 de abril de 1960, la píldora recibía el permiso para la venta como
anticonceptivo oral, y comenzó la historia sin tregua de estos 50 años.
¿Qué significan estos 50 años? El cambio más radical en las actitudes culturales
y morales de los hombres y de las mujeres respecto a la sexualidad, el
matrimonio y la familia. La “civilización del amor” tiene como actitud moral
fundamental el respeto a la personas; la “civilización de la muerte” ha puesto
esta actitud moral en el deseo, llevado a término por el poder político y
económico, por el domino técnico y científico, con actitudes si hace falta de
imposición y violencia.
Hace más de treinta años todas las personas jóvenes, pasados los 21 años
-entonces mayoría de edad-, sabían todavía discernir en lo principal qué era el
compromiso del matrimonio entre un hombre y una mujer, y en qué consistía la
formación del propio hogar. Hoy la mayor parte de los jóvenes de estas edades no
saben qué es el matrimonio, lo confunden con proyectos que nada tienen en común
y no forman realmente los hogares que, según dicen todas las encuestas, aprecian
como el mejor valor de sus vidas. ¿Saben estos jóvenes de dónde viene esta
confusión evidente de los horizontes sobre el matrimonio y la familia? Parece
que no saben de dónde viene todo esto. Se lo encuentran así.
El Papa Pablo VI lo expresó claramente en la famosa encíclica Humanae vitae, de
1968. L a anticoncepción procurada directamente para evitar los hijos en la
relación íntima conyugal es contraria al bien del matrimonio porque desvirtúa el
amor conyugal, por la separación del aspecto de unión, de donación entre
esposos, del aspecto procreador o de frutos posibles de este amor, que son los
hijos como don querido, esperado y recibido. Los padres que forman la familia
esperan con gran curiosidad quien es el hijo que viene. La dignidad de la
persona humana que inicia la vida es tal que sólo como fruto del amor de los
padres en su relación conyugal es respetada. Y de estos hijos venidos a la vida
como fruto del amor de los esposos surge la familia como hogar que forma a todos
sus miembros en todas las cualidades de personas humanas y de buenos ciudadanos.
La familia, decía Juan Pablo II, es “el sueño de Dios para la humanidad”.
La enseñanza de Pablo VI, necesaria entonces por la novedad del caso moral que
planteaba la píldora, hizo diana en el núcleo de lo que la píldora
anticonceptiva implantaba desde su comercialización ocho años antes: la
“mentalidad anticonceptiva” o de dominio de las fuentes de la vida. Por eso la
encíclica fue violentamente rechazada y criticada.
Antes de describir el largo camino de transformación radical en los últimos 50
años, quiero contestar una pregunta que aún hoy se hacen muchas personas de
ambiente aparentemente cristiano que dicen creer en el matrimonio y la familia,
pero que no entienden por qué en cada caso el uso de la píldora en el matrimonio
es inmoral y no lo sea la “continencia periódica”, llamada también “métodos
naturales” de control de la fertilidad. Parece que es evidente el contraste de
los “métodos naturales” con los “métodos artificiales” o píldora anticonceptiva
farmacológica. Deducen de ello que la inmoralidad estaría ligada al carácter
artificial del método. Y entonces creen que, en el caso de un matrimonio
“responsable”, sería posible utilizar en ocasiones la píldora que impide la
ovulación -no la implantación- para evitar la fecundación. La corrección moral
de estos casos vendría dada por la formación responsable de la familia delante
de Dios, y no de los medios que ponga libremente el matrimonio en momentos
concretos y según las circunstancias. ¿Acaso no está en la aplicación de la
razón la dignidad del criterio moral, más que en el respeto de unos ciclos
biológicos?
La respuesta es clara: la utilización de la píldora anticonceptiva, en cada caso
y en todos los casos, requiere -y no puede ser de otra manera la decisión
voluntaria de utilizar un medio de dominio total para evitar las posibles nuevas
vidas en las relaciones conyugales, y eso anula, en la realidad, la apertura a
la nueva vida en cada caso. La “continencia periódica”, contrariamente, requiere
un reconocimiento de los caminos establecidos en la relación marital del hombre
con su mujer para ir recibiendo los hijos con la responsabilidad de padres que
los esperan como un don, y los buscan o evitan con el conocimiento de los
periodos de fecundidad dispuestos para tenerlos, que son caminos que reclaman
una relación conyugal de respeto mutuo, de amor y de donación. Por eso hacen
falta motivos graves proporcionados a discreción de los esposos bien formados,
para aplicar los “métodos naturales” ocasional o permanentemente, porque de otra
manea también pueden ser utilizados como medios de anticoncepción. La mentalidad
anticonceptiva, siempre inmoral en el uso del matrimonio, es segura en el caso
de la píldora; y también es posible en el caso de los métodos naturales.
Veamos ahora los momentos distintos que han sido claves en el proceso creciente
de confusión y corrupción para las mujeres, para el matrimonio, para la familia,
y para la desmembración de la sociedad, que va perdiendo las raíces humanas
fundamentales conformándose poco a poco según un individualismo feroz.
Podemos distinguir tres “momentos”: 1) el de la separación de la sexualidad y
del posible embarazo; 2) el de la comprensión de la sexualidad desvinculada como
una realidad cultural con la precepción de género; 3) el del desarrollo de la
“reproducción genética”, como camino principal para la liberación de la mujer de
su dependencia respecto a la nueva vida, y así poder conseguir un plano de
igualdad con el hombre. Separación, “género” y reproducción, son las tres
palabras que parecen claves en el proceso.
La primera revolución sexual es consecuencia directa de la píldora
anticonceptiva, aprobada como fármaco para impedir el embarazo el 23 de abril de
1960 -hace 50 años- por la Administración americana, y dispensada como tal desde
esta fecha. Por primera vez, la relación íntima sexual entre hombre y mujer es
posible desligarla de manera fácil y segura del posible embarazo. También por
primera vez la donación marital tendrá como único fin la búsqueda del deseo y
del placer, desligada de la donación mutua del don relativo de la paternidad y
maternidad. Solamente cuando se desee se procurará producir el hijo. Entonces
este deseo se manifestará como un derecho al hijo, a poder conseguirlo a toda
costa: pruebas de ecografía y diagnóstico prenatal sobre implantación, gestación
o posibles enfermedades congénitas, intervenciones genéticas y quirúrgicas
intrauterinas, fecundación “in vitro”, inseminación artificial, implantación en
el útero, compra de óvulos, úteros de alquiler, congelación de los embriones
sobrantes, selección del esperma, adopción de niños por cualquier camino y
precio, etc. La píldora ha ocasionado el cambio de vida más radical desde que
tenemos memoria histórica: en el centro ya no está la familia, sino la
realización personal y la satisfacción del propio deseo. ¿A qué precio? Al
precio del dominio del poder personal y público sobre la producción y
planificación de las nuevas vidas, a dejarlas vivir según conveniencia.
La segunda revolución sexual empieza, como muy bien muestra el famoso Janus
Reports de 1993, en los años 80 y supone la aceptación progresiva y el
reconocimiento de los comportamientos previamente catalogados como “desviados”
desde tiempos inmemoriales. El hecho clave es la aceptación y difusión de la
homosexualidad como una posibilidad digna de realización humana de las
tendencias sexuales preferentes en cada cual. El sexo es una posibilidad de
quien lo tiene, que debe poder realizarse sin ninguna oposición social. El
movimiento homosexual iniciado en California se ha difundido por todo el mundo
mediante una propaganda persistente que, desde sus inicios, contó con los
mejores especialistas de marketing y ha calado profundamente en los medios de
comunicación y entre el poder político y económico occidental. Este movimiento
encontró en la “percepción de género” (adoptada por la ONU en la Conferencia
sobre la Mujer de Pequín) su base teórica de desarrollo y difusión,
constituyendo actualmente una auténtica ideología de carácter totalitario que no
deja espacio para ser contestada.
La “percepción de género” consiste en difundir que la sexualidad -que no el
sexo- es una característica cultural de la persona, asimilada por cada uno y
vivida según el propio deseo en las múltiples posibilidades que tiene la
sexualidad humana para buscar la propia satisfacción, totalmente desligada de la
estabilidad en las relaciones, en especial de una relación entendida sólo como
unívoca de compromiso entre hombre y mujer, y de cualquier atadura de paternidad
o maternidad. La ideología de género -que es realmente una ideología-, apoyada
siempre sobre el objetivo de la legítima autonomía de la mujer, llega a
proclamar que “así como la religión es el opio de los pueblos, según Marx, el
amor es el opio de las mujeres” (Millet). Se ha llegado a ofrecer gratuitamente
operaciones quirúrgicas de cambio de sexo para favorecer el propio deseo y a
pretender con todos los instrumentos posibles de poder la adopción de hijos en
los “matrimonios” homosexuales. Esta ideología, fundamentada en una mentira a
medias, que son las peores (que la sexualidad es característica cultural de las
personas), ha sido cultural y educativamente introducida, también en las leyes
de muchos países, y tiene como efectos principales: las relaciones inestables y
violentas entre hombre y mujer; la confusión total sobre el matrimonio; la
destrucción de los lazos normales de familia; la sociedad basada en el
individualismo para conseguir el propio placer.
Y llegamos a la tercera revolución sexual que comienza con fuerza en el cambio
de siglo. Desde el inicio, el feminismo radical había buscado la igualdad
hombre-mujer con todo su afán. Ahora parece que la logra librando a las mujeres
de las ataduras naturales que comporta la maternidad: ¡el embarazo! Con la
ideología de género se pretende desligar totalmente la sexualidad de la
paternidad y de la maternidad. Falta, efectivamente, librar a la mujer de su
dependencia en el embarazo. Mientras, se le otorga el derecho al aborto como
derecho a no estar sometida sin desearlo. Si “producimos” los niños, hagamos
todo lo posible para producirlos técnica y científicamente según deseo y al
margen del sometimiento de las mujeres al proceso de gestación en el útero. La
“reprogenética” nos ayudará a conseguirlo. Desde la “fecundación in vitro” hasta
la sustitución del útero materno por un proceso total de incubadora mecánica.
También se busca conseguir la reproducción al margen de la fecundación del óvulo
femenino por el espermatozoide masculino, mediante la “clonación” celular por
técnicas de biología molecular. Se trata de desligar definitivamente la
reproducción humana de vínculos que sean de carácter familiar. Lo mejor es
llamar “matrimonio” a cualquier unión afectiva de sexos con más o menos
permanencia, y “familia” a los lazos de convivencia ocasionados por los afectos
de cada cual, que pueden ser inestables, también en cuanto a las relaciones
entre padres, hijos y hermanos biológicos. Por encima de cualquier consideración
está la realización del propio deseo amoroso y sentimental, como principal
derecho de toda persona a la felicidad.
Hay dos ideas que siempre están presentes en la aceptación pasiva de estos
procesos por parte de la sociedad: que la sexualidad no tiene por qué
relacionarse con el amor. Es entendida como un medio de satisfacción personal
casi narcisista. No tener una buena satisfacción sexual es como ser una persona
desgraciada. La otra idea es que cada cual puede hacer con su sexualidad lo que
le plazca, como si fuera un objeto de disposición personal sin otra finalidad
que el propio placer o deseo.
Llegados a este punto, vale la pena reflexionar sobre la visión profética de
Pablo VI cuando en 1968 firmó y publicó la encíclica Humanae vitae. Lo hizo
diciendo textualmente que “pensaba que los hombres, en particular los de nuestro
tiempo, se encuentran con la capacidad de comprender el carácter profundamente
razonable y humano de estos principios fundamentales” (cfr. HV, n.12 in fine).
Se refiere Pablo VI al principio moral de la unidad de la donación amorosa y la
ordenación a la paternidad del acto conyugal en el matrimonio.
Hoy sabemos que romper este vínculo es el comienzo de este proceso que hemos ido
exponiendo más arriba. Por eso la encíclica comienza con la convicción de que se
plantean nuevas cuestiones respecto a la transmisión de la vida en el
matrimonio. El entorno del momento es de miedo difuso y generalizado a la
anunciada “explosión demográfica”, con la propagación de teorías neo maltusianas
(Club de Roma). A nivel privado, la creciente dificultad en mantener una
familia, combinada con el también creciente deseo de emancipación de la mujer,
especialmente respecto a las tareas del hogar y de su dedicación absorbente a la
maternidad. También se difunde una apreciación del amor como componente
principal de la relación conyugal. Y, en fin, podemos señalar la progresiva
intervención técnica en la trasmisión de la vida.
Todas estas cuestiones hacen que muchos se pregunten: ¿el principio de totalidad
permite intentar, con un control más eficaz y considerado lícito, una
fecundación más moderada en una vida de relaciones conyugales normales? ¿La
finalidad de procrear es una función de toda la vida conyugal o de cada acto?
¿La natalidad, no es mejor que esté sometida a la razón que a los ciclos
biológicos?
Desde 1963, una comisión de expertos nombrada por Juan XXIII estudió desde todos
los puntos de vista las cuestiones de la regulación de la natalidad. También
fueron consultados los obispos de todo el mundo. Las respuestas fueron
divergentes, y algunas en contra de los principios morales tradicionales sobre
el matrimonio, mantenidos siempre por la Iglesia.
Es evidente que el amor conyugal no es cualquier relación de afecto. Es una
realidad y un acto humano de donación mutua total, fiel, exclusivo y fecundo.
Humano, porque la humanidad del hombre y de la mujer se entregan mutuamente a
requerimiento personal respetuoso, afectuoso y razonable. Misión de este
compromiso de amor es la “paternidad responsable” para formar la propia familia.
El principio moral fundamental es: cada acto matrimonial debe quedar abierto a
la transmisión de la vida, debido a la inseparable conexión entre el aspecto
unitivo y el aspecto procreador. Un acto conyugal impuesto no es un acto de amor
sino de violencia, con el que no se transmite el don de la masculinidad y de la
feminidad sino que se ofende al otro en el respeto que se le debe siempre. Es
verdad que hay un mutuo deber conyugal, pero en unas relaciones de donación de
amor. Y el amor es siempre sólo la determinación de la voluntad en el propio
corazón de agradar y hacer feliz a quien se ama como marido o mujer propios y
exclusivos.
La “revolución sexual”, por el camino de imponer la “ideología de género”, ha
instituido unas relaciones hombre-mujer de sospecha y violencia reivindicativa.
La emancipación de la mujer se busca en un plano de igualdad, sin respetar la
diversidad y complementariedad, que sólo es percibida como realidad cultural
cambiable. Al forzar esta equiparación mimética hombre-mujer la violencia es
creciente, y con la imposición de la violencia son eliminados los más débiles:
los niños que aún no han nacido y los mayores que ya no aportan otra cosa que
molestias. La Humanae vitae cree que la emancipación de la mujer, ciertamente
improrrogable, no debe ir por planteamientos igualitarios, sino de igualdad en
el respeto, la dignidad, la valía personal y profesional, y la complementariedad
vista como perfeccionamiento para el hombre y para la mujer.
La implantación de la píldora anticonceptiva ha sido un camino -así lo preveía
la HV- amplio y fácil de infidelidad conyugal y de degradación general de la
moralidad, porque consiste en ofrecer un medio con que, de manera fácil y
ligera, burlar la observancia moral, y así también el respeto hacia la mujer,
considerada entonces como objeto de placer, tan contrario al respeto y al amor
que se deben tener a la mujer y esposa. La permisividad en el ámbito del
comportamiento moral privado concede vía libre a los gobernantes para imponer
políticas demográficas antinatalistas con una grave injerencia en las decisiones
más íntimas de las personas y con políticas de intervención en las fuentes de la
vida.
Si no queremos que quede expuesto al libre arbitrio de los hombres la misión de
engendrar la nueva vida humana es necesario reconocer unos límites
infranqueables a las posibilidades de dominio de los hombres sobre el propio
cuerpo y sus funciones; límite que ningún hombre, ni privadamente ni como
autoridad, se debe atrever a franquear. Este límite de respeto a la integridad
del organismo y de sus funciones debe ser tratado en cada caso según una recta
inteligencia del “principio de totalidad” de sobras conocido. La Iglesia sabe
que, como su Maestro, enseñando la verdad se muestra al mundo como signo de
contradicción (cfr. HV, n.18).
En el libro del Éxodo lo dice así: “No sigas a la mayoría para hacer el mal; ni
te inclines en un proceso por la mayoría en contra de la justicia. (...) Aléjate
de causas mentirosas, no quites la vida al inocente y justo; y no absuelvas al
malvado.” (Éxodo 23,2.7)
Hagamos caso. Aprendamos de este aniversario, y no lo celebremos.