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IOANNES PAULUS PP. II
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a todos los Obispos de la Iglesia Católica sobre
algunas cuestiones fundamentales de la Enseñanza Moral
de la Iglesia
1993.08.06
BENDICIÓN
• INTRODUCCIÓN
Jesucristo, luz verdadera que ilumina a todo hombre
Objeto de la presente encíclica
• CAPITULO I - "MAESTRO, ¿QUÉ HE DE HACER DE BUENO .....?" (Mt 19,16)
«Se le acercó uno...» (Mt 19, 16)
«Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt 19,
16)
«Uno solo es el Bueno» (Mt 19, 17)
«Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17)
«Si quieres ser perfecto» (Mt 19, 21)
«Ven, y sígueme» (Mt 19, 21)
«Para Dios todo es posible» (Mt 19, 26)
«He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt
28, 20)
• CAPITULO II - "NO OS CONFORMEIS A LA MENTALIDAD DE ESTE MUNDO" (Rom 12,2)
Enseñar lo que es conforme a la sana doctrina (cf. Tt 2, 1)
«Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32)
I. La libertad y la ley
«Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás» (Gn 2, 17)
Dios quiso dejar al hombre «en manos de su propio albedrío» (Si 15, 14)
Dichoso el hombre que se complace en la ley del Señor (cf. Sal 1, 1-2)
«Como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón» (Rm
2, 15)
«Pero al principio no fue así» (Mt 19, 8)
II. Conciencia y verdad
El sagrario del hombre
El juicio de la conciencia
Buscar la verdad y el bien
III. La elección fundamental y los comportamientos concretos
«Sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne» (Gál 5, 13)
Pecado mortal y venial
IV. El acto moral
Teleología y teleologismo
El objeto del acto deliberado
El «mal intrínseco»: no es lícito hacer el mal para lograr el bien (cf. Rm 3,
8)
• CAPITULO III - "PARA NO DESVIRTUAR LA CRUZ DE CRISTO" (1 Cor 1,17)
«Para ser libres nos libertó Cristo» (Ga 5, 1)
Caminar en la luz (cf. 1 Jn 1, 7)
El martirio, exaltación de la santidad inviolable de la ley de Dios
Las normas morales universales e inmutables al servicio de la persona y de la
sociedad
La moral y la renovación de la vida social y política
Gracia y obediencia a la ley de Dios
Moral y nueva evangelización
El servicio de los teólogos moralistas
Nuestras responsabilidades como pastores
• CONCLUSIÓN
María Madre de misericordia
II parte Encíclica Veritatis splendor.
II. Conciencia y verdad
El sagrario del hombre
54. La relación que hay entre libertad del hombre y ley de Dios tiene su base en
el corazón de la persona, o sea, en su conciencia moral: «En lo profundo de su
conciencia —afirma el concilio Vaticano II—, el hombre descubre una ley que él
no se da a sí mismo, pero a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es
necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el
bien y a evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley
escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la dignidad humana y
según la cual será juzgado (cf. Rm 2, 14-16)» 101.
Por esto, el modo como se conciba la relación entre libertad y ley está
íntimamente vinculado con la interpretación que se da a la conciencia moral. En
este sentido, las tendencias culturales recordadas más arriba, que contraponen y
separan entre sí libertad y ley, y exaltan de modo idolátrico la libertad,
llevan a una interpretación «creativa» de la conciencia moral, que se aleja de
la posición tradicional de la Iglesia y de su Magisterio.
55. Según la opinión de algunos teólogos, la función de la conciencia se habría
reducido, al menos en un cierto pasado, a una simple aplicación de normas
morales generales a cada caso de la vida de la persona. Pero semejantes normas
—afirman— no son capaces de acoger y respetar toda la irrepetible especificidad
de todos los actos concretos de las personas; de alguna manera, pueden ayudar a
una justa valoración de la situación, pero no pueden sustituir a las personas en
tomar unadecisión personal sobre cómo comportarse en determinados casos
particulares. Es más, la citada crítica a la interpretación tradicional de la
naturaleza humana y de su importancia para la vida moral induce a algunos
autores a afirmar que estas normas no son tanto un criterio objetivo vinculante
para los juicios de conciencia, sino más bien una perspectiva general que, en un
primer momento, ayuda al hombre a dar un planteamiento ordenado a su vida
personal y social. Además, revelan lacomplejidad típica del fenómeno de la
conciencia: ésta se relaciona profundamente con toda la esfera psicológica y
afectiva, así como con los múltiples influjos del ambiente social y cultural de
la persona. Por otra parte, se exalta al máximo el valor de la conciencia, que
el Concilio mismo ha definido «el sagrario del hombre, en el que está solo con
Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella» 102. Esta voz —se dice— induce
al hombre no tanto a una meticulosa observancia de las normas universales,
cuanto a una creativa y responsable aceptación de los cometidos personales que
Dios le encomienda.
Algunos autores, queriendo poner de relieve el carácter creativo de la
conciencia, ya no llaman a sus actos con el nombre de juicios, sino con el de
decisiones. Sólo tomando autónomamente estas decisiones el hombre podría
alcanzar su madurez moral. No falta quien piensa que este proceso de maduración
sería obstaculizado por la postura demasiado categórica que, en muchas
cuestiones morales, asume el Magisterio de la Iglesia, cuyas intervenciones
originarían, entre los fieles, la aparición de inútiles conflictos de
conciencia.
56. Para justificar semejantes posturas, algunos han propuesto una especie de
doble estatuto de la verdad moral. Además del nivel doctrinal y abstracto, sería
necesario reconocer la originalidad de una cierta consideración existencial más
concreta. Ésta, teniendo en cuenta las circunstancias y la situación, podría
establecer legítimamente unas excepciones a la regla general y permitir así la
realización práctica, con buena conciencia, de lo que está calificado por la ley
moral como intrínsecamente malo. De este modo se instaura en algunos casos una
separación, o incluso una oposición, entre la doctrina del precepto válido en
general y la norma de la conciencia individual, que decidiría de hecho, en
última instancia, sobre el bien y el mal. Con esta base se pretende establecer
la legitimidad de las llamadas soluciones pastorales contrarias a las enseñanzas
del Magisterio, y justificar una hermenéutica creativa, según la cual la
conciencia moral no estaría obligada en absoluto, en todos los casos, por un
precepto negativo particular.
Con estos planteamientos se pone en discusión la identidad misma de la
conciencia moral ante la libertad del hombre y ante la ley de Dios. Sólo la
clarificación hecha anteriormente sobre la relación entre libertad y ley basada
en la verdad hace posible el discernimiento sobre esta interpretación creativa
de la conciencia.
El juicio de la conciencia
57. El mismo texto de la carta a los Romanos, que nos ha presentado la esencia de la ley natural, indica también el sentido bíblico de la conciencia, especialmente en su vinculación específica con la ley: «Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos que los acusan y también los defienden» (Rm 2, 14-15).
Según las palabras de san Pablo, la conciencia, en cierto modo, pone al hombre ante la ley, siendo ella misma «testigo» para el hombre: testigo de su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea, de su esencial rectitud o maldad moral. La conciencia es el único testigo. Lo que sucede en la intimidad de la persona está oculto a la vista de los demás desde fuera. La conciencia dirige su testimonio solamente hacia la persona misma. Y, a su vez, sólo la persona conoce la propia respuesta a la voz de la conciencia.
58. Nunca se valorará adecuadamente la importancia de este íntimo diálogo del hombre consigo mismo. Pero, en realidad, éste es el diálogo del hombre con Dios, autor de la ley, primer modelo y fin último del hombre. «La conciencia —dice san Buenaventura— es como un heraldo de Dios y su mensajero, y lo que dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del rey. Y de ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar» 103. Se puede decir, pues, que la conciencia da testimonio de la rectitud o maldad del hombre al hombre mismo, pero a la vez y antes aún, es testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma, invitándolo «fortiter et suaviter» a la obediencia: «La conciencia moral no encierra al hombre en una soledad infranqueable e impenetrable, sino que lo abre a la llamada, a la voz de Dios. En esto, y no en otra cosa, reside todo el misterio y dignidad de la conciencia moral: en ser el lugar, el espacio santo donde Dios habla al hombre» 104.
59. San Pablo no se limita a reconocer que la conciencia hace de testigo, sino que manifiesta también el modo como ella realiza semejante función. Se trata de razonamientos que acusan o defienden a los paganos en relación con sus comportamientos (cf. Rm 2, 15). El términorazonamientos evidencia el carácter propio de la conciencia, que es el de ser un juicio moral sobre el hombre y sus actos. Es un juicio de absolución o de condena según que los actos humanos sean conformes o no con la ley de Dios escrita en el corazón. Precisamente, del juicio de los actos y, al mismo tiempo, de su autor y del momento de su definitivo cumplimiento, habla el apóstol Pablo en el mismo texto: así será «en el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres, según mi evangelio, por Cristo Jesús» (Rm 2, 16).
El juicio de la conciencia es un juicio práctico, o sea, un juicio que ordena lo que el hombre debe hacer o no hacer, o bien, que valora un acto ya realizado por él. Es un juicio que aplica a una situación concreta la convicción racional de que se debe amar, hacer el bien y evitar el mal. Este primer principio de la razón práctica pertenece a la ley natural, más aún, constituye su mismo fundamento al expresar aquella luz originaria sobre el bien y el mal, reflejo de la sabiduría creadora de Dios, que, como una chispa indestructible («scintilla animae»), brilla en el corazón de cada hombre. Sin embargo, mientras la ley natural ilumina sobre todo las exigencias objetivas y universales del bien moral, la conciencia es la aplicación de la ley a cada caso particular, la cual se convierte así para el hombre en un dictamen interior, una llamada a realizar el bien en una situación concreta. La conciencia formula así la obligación moral a la luz de la ley natural: es la obligación de hacer lo que el hombre, mediante el acto de su conciencia, conoce como un bien que le es señalado aquí y ahora. El carácter universal de la ley y de la obligación no es anulado, sino más bien reconocido, cuando la razón determina sus aplicaciones a la actualidad concreta. El juicio de la conciencia muestra en última instancia la conformidad de un comportamiento determinado respecto a la ley; formula la norma próxima de la moralidad de un acto voluntario, actuando «la aplicación de la ley objetiva a un caso particular» 105.
60. Igual que la misma ley natural y todo conocimiento práctico, también el juicio de la conciencia tiene un carácter imperativo: el hombre debe actuar en conformidad con dicho juicio. Si el hombre actúa contra este juicio, o bien, lo realiza incluso no estando seguro si un determinado acto es correcto o bueno, es condenado por su misma conciencia, norma próxima de la moralidad personal. La dignidad de esta instancia racional y la autoridad de su voz y de sus juicios derivan de la verdad sobre el bien y sobre el mal moral, que está llamada a escuchar y expresar. Esta verdad está indicada por la «ley divina», norma universal y objetiva de la moralidad. El juicio de la conciencia no establece la ley, sino que afirma la autoridad de la ley natural y de la razón práctica con relación al bien supremo, cuyo atractivo acepta y cuyos mandamientos acoge la persona humana: «La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano» 106.
61. La verdad sobre el bien moral, manifestada en la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente por el juicio de la conciencia, el cual lleva a asumir la responsabilidad del bien realizado y del mal cometido; si el hombre comete el mal, el justo juicio de su conciencia es en él testigo de la verdad universal del bien, así como de la malicia de su decisión particular. Pero el veredicto de la conciencia queda en el hombre incluso como un signo de esperanza y de misericordia. Mientras demuestra el mal cometido, recuerda también el perdón que se ha de pedir, el bien que hay que practicar y las virtudes que se han de cultivar siempre, con la gracia de Dios.
Así, en el juicio práctico de la conciencia, que impone a la persona la obligación de realizar un determinado acto, se manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad. Precisamente por esto la conciencia se expresa con actos de juicio, que reflejan la verdad sobre el bien, y no comodecisiones arbitrarias. La madurez y responsabilidad de estos juicios —y, en definitiva, del hombre, que es su sujeto— se demuestran no con la liberación de la conciencia de la verdad objetiva, en favor de una presunta autonomía de las propias decisiones, sino, al contrario, con una apremiante búsqueda de la verdad y con dejarse guiar por ella en el obrar.
Buscar la verdad y el bien
62. La conciencia, como juicio de un acto, no está exenta de la posibilidad de error. «Sin embargo, —dice el Concilio— muchas veces ocurre que la conciencia yerra por ignorancia invencible, sin que por ello pierda su dignidad. Pero no se puede decir esto cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega» 107. Con estas breves palabras, el Concilio ofrece una síntesis de la doctrina que la Iglesia ha elaborado a lo largo de los siglos sobre la conciencia errónea.
Ciertamente, para tener una «conciencia recta» (1 Tm 1, 5), el hombre debe buscar la verdad y debe juzgar según esta misma verdad. Como dice el apóstol Pablo, la conciencia debe estar «iluminada por el Espíritu Santo» (cf. Rm 9, 1), debe ser «pura» (2 Tm 1, 3), no debe «con astucia falsear la palabra de Dios» sino «manifestar claramente la verdad» (cf. 2 Co 4, 2). Por otra parte, el mismo Apóstol amonesta a los cristianos diciendo: «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2).
La amonestación de Pablo nos invita a la vigilancia, advirtiéndonos que en los juicios de nuestra conciencia anida siempre la posibilidad de error. Ella no es un juez infalible: puede errar. No obstante, el error de la conciencia puede ser el fruto de una ignorancia invencible, es decir, de una ignorancia de la que el sujeto no es consciente y de la que no puede salir por sí mismo.
En el caso de que tal ignorancia invencible no sea culpable —nos recuerda el Concilio— la conciencia no pierde su dignidad porque ella, aunque de hecho nos orienta en modo no conforme al orden moral objetivo, no cesa de hablar en nombre de la verdad sobre el bien, que el sujeto está llamado a buscar sinceramente.
63. De cualquier modo, la dignidad de la conciencia deriva siempre de la verdad: en el caso de la conciencia recta, se trata de la verdad objetiva acogida por el hombre; en el de la conciencia errónea, se trata de lo que el hombre, equivocándose, considera subjetivamente verdadero. Nunca es aceptable confundir un error subjetivo sobre el bien moral con la verdad objetiva, propuesta racionalmente al hombre en virtud de su fin, ni equiparar el valor moral del acto realizado con una conciencia verdadera y recta, con el realizado siguiendo el juicio de una conciencia errónea 108. El mal cometido a causa de una ignorancia invencible, o de un error de juicio no culpable, puede no ser imputable a la persona que lo hace; pero tampoco en este caso aquél deja de ser un mal, un desorden con relación a la verdad sobre el bien. Además, el bien no reconocido no contribuye al crecimiento moral de la persona que lo realiza; éste no la perfecciona y no sirve para disponerla al bien supremo. Así, antes de sentirnos fácilmente justificados en nombre de nuestra conciencia, debemos meditar en las palabras del salmo: «¿Quién se da cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas límpiame» (Sal 19, 13). Hay culpas que no logramos ver y que no obstante son culpas, porque hemos rechazado caminar hacia la luz (cf. Jn 9, 39-41).
La conciencia, como juicio último concreto, compromete su dignidad cuando es errónea culpablemente, o sea «cuando el hombre no trata de buscar la verdad y el bien, y cuando, de esta manera, la conciencia se hace casi ciega como consecuencia de su hábito de pecado» 109. Jesús alude a los peligros de la deformación de la conciencia cuando advierte: «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!» (Mt 6, 22-23).
64. En las palabras de Jesús antes mencionadas, encontramos también la llamada a formar la conciencia, a hacerla objeto de continua conversión a la verdad y al bien. Es análoga la exhortación del Apóstol a no conformarse con la mentalidad de este mundo, sino a «transformarse renovando nuestra mente» (cf. Rm 12, 2). En realidad, el corazón convertido al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios verdaderos de la conciencia. En efecto, para poder «distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2), sí es necesario el conocimiento de la ley de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es indispensable una especie de«connaturalidad» entre el hombre y el verdadero bien 110. Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo: la prudencia y las otras virtudes cardinales, y en primer lugar las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. En este sentido, Jesús dijo: «El que obra la verdad, va a la luz» (Jn 3, 21).
Los cristianos tienen —como afirma el Concilio— en la Iglesia y en su Magisterio una gran ayudapara la formación de la conciencia: «Los cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana» 111. Por tanto, la autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de los cristianos; no sólo porque la libertad de la conciencia no es nunca libertad con respecto a la verdad, sino siempre y sólo en la verdad, sino también porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto originario de la fe. La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4, 14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella.
III. La elección fundamental y los comportamientos concretos
«Sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne» (Gál 5, 13)
65. El interés por la libertad, hoy agudizado particularmente, induce a muchos estudiosos de ciencias humanas o teológicas a desarrollar un análisis más penetrante de su naturaleza y sus dinamismos. Justamente se pone de relieve que la libertad no es sólo la elección por esta o aquella acción particular; sino que es también, dentro de esa elección, decisión sobre sí y disposición de la propia vida a favor o en contra del Bien, a favor o en contra de la Verdad; en última instancia, a favor o en contra de Dios. Justamente se subraya la importancia eminente de algunas decisiones que dan formaa toda la vida moral de un hombre determinado, configurándose como el cauce en el cual también podrán situarse y desarrollarse otras decisiones cotidianas particulares.
Sin embargo, algunos autores proponen una revisión mucho más radical de la relación entre persona y actos. Hablan de una libertad fundamental, más profunda y diversa de la libertad de elección, sin cuya consideración no se podrían comprender ni valorar correctamente los actos humanos. Según estos autores, la función clave en la vida moral habría que atribuirla a una opción fundamental, actuada por aquella libertad fundamental mediante la cual la persona decide globalmente sobre sí misma, no a través de una elección determinada y consciente a nivel reflejo, sino en forma transcendental y atemática. Los actos particulares derivados de esta opción constituirían solamente unas tentativas parciales y nunca resolutivas para expresarla, serían solamentesignos o síntomas de ella. Objeto inmediato de estos actos —se dice— no es el Bien absoluto (ante el cual la libertad de la persona se expresaría a nivel transcendental), sino que son los bienes particulares (llamados también categoriales). Ahora bien, según la opinión de algunos teólogos, ninguno de estos bienes, parciales por su naturaleza, podría determinar la libertad del hombre como persona en su totalidad, aunque el hombre solamente pueda expresar la propia opción fundamental mediante la realización o el rechazo de aquéllos.
De esta manera, se llega a introducir una distinción entre la opción fundamental y las elecciones deliberadas de un comportamiento concreto; una distinción que en algunos autores asume la forma de una disociación, en cuanto circunscriben expresamente el bien y el mal moral a la dimensión transcendental propia de la opción fundamental, calificando como rectas o equivocadas las elecciones de comportamientos particulares intramundanos, es decir, referidos a las relaciones del hombre consigo mismo, con los demás y con el mundo de las cosas. De este modo, parece delinearse dentro del comportamiento humano una escisión entre dos niveles de moralidad: por una parte el orden del bien y del mal, que depende de la voluntad, y, por otra, los comportamientos determinados, los cuales son juzgados como moralmente rectos o equivocados haciéndolo depender sólo de un cálculo técnico de la proporción entre bienes y males premorales o físicos, que siguen efectivamente a la acción. Y esto hasta el punto de que un comportamiento concreto, incluso elegido libremente, es considerado como un proceso simplemente físico, y no según los criterios propios de un acto humano. El resultado al que se llega es el de reservar la calificación propiamente moral de la persona a la opción fundamental, sustrayéndola —o atenuándola— a la elección de los actos particulares y de los comportamientos concretos.
66. No hay duda de que la doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces bíblicas, reconoce la específica importancia de una elección fundamental que califica la vida moral y que compromete la libertad a nivel radical ante Dios. Se trata de la elección de la fe, de la obediencia de la fe (cf. Rm16, 26), por la que «el hombre se entrega entera y libremente a Dios, y le ofrece "el homenaje total de su entendimiento y voluntad"» 112. Esta fe, que actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6), proviene de lo más íntimo del hombre, de su «corazón» (cf. Rm 10, 10), y desde aquí viene llamada a fructificar en las obras (cf. Mt 12, 33-35; Lc 6, 43-45; Rm 8, 5-8; Ga 5, 22). En el Decálogo se encuentra, al inicio de los diversos mandamientos, la cláusula fundamental: «Yo, el Señor, soy tu Dios» (Ex 20, 2), la cual, confiriendo el sentido original a las múltiples y varias prescripciones particulares, asegura a la moral de la Alianza una fisonomía de totalidad, unidad y profundidad. La elección fundamental de Israel se refiere, por tanto, al mandamiento fundamental (cf. Jos 24, 14-25; Ex 19, 3-8; Mi 6, 8). También la moral de la nueva alianza está dominada por la llamada fundamental de Jesús a suseguimiento —al joven le dice: «Si quieres ser perfecto... ven, y sígueme» (Mt 19, 21)—; y el discípulo responde a esa llamada con una decisión y una elección radical. Las parábolas evangélicas del tesoro y de la perla preciosa, por los que se vende todo cuanto se posee, son imágenes elocuentes y eficaces del carácter radical e incondicionado de la elección que exige el reino de Dios. La radicalidad de la elección para seguir a Jesús está expresada maravillosamente en sus palabras: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 35).
La llamada de Jesús «ven y sígueme» marca la máxima exaltación posible de la libertad del hombre y, al mismo tiempo, atestigua la verdad y la obligación de los actos de fe y de decisiones que se pueden calificar de opción fundamental. Encontramos una análoga exaltación de la libertad humana en las palabras de san Pablo: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13). Pero el Apóstol añade inmediatamente una grave advertencia: «Con tal de que no toméis de esa libertad pretexto para la carne». En esta exhortación resuenan sus palabras precedentes: «Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud» (Ga 5, 1). El apóstol Pablo nos invita a la vigilancia, pues la libertad sufre siempre la insidia de la esclavitud. Tal es precisamente el caso de un acto de fe —en el sentido de una opción fundamental— que es disociado de la elección de los actos particulares según las corrientes anteriormente mencionadas.
67. Por tanto, dichas teorías son contrarias a la misma enseñanza bíblica, que concibe la opción fundamental como una verdadera y propia elección de la libertad y vincula profundamente esta elección a los actos particulares. Mediante la elección fundamental, el hombre es capaz de orientar su vida y —con la ayuda de la gracia— tender a su fin siguiendo la llamada divina. Pero esta capacidad se ejerce de hecho en las elecciones particulares de actos determinados, mediante los cuales el hombre se conforma deliberadamente con la voluntad, la sabiduría y la ley de Dios. Por tanto, se afirma que la llamada opción fundamental, en la medida en que se diferencia de una intención genérica y, por ello, no determinada todavía en una forma vinculante de la libertad, se actúa siempre mediante elecciones conscientes y libres. Precisamente por esto, la opción fundamental es revocada cuando el hombre compromete su libertad en elecciones conscientes de sentido contrario, en materia moral grave.
Separar la opción fundamental de los comportamientos concretos significa contradecir la integridad sustancial o la unidad personal del agente moral en su cuerpo y en su alma. Una opción fundamental, entendida sin considerar explícitamente las potencialidades que pone en acto y las determinaciones que la expresan, no hace justicia a la finalidad racional inmanente al obrar del hombre y a cada una de sus elecciones deliberadas. En realidad, la moralidad de los actos humanos no se reivindica solamente por la intención, por la orientación u opción fundamental, interpretada en el sentido de una intención vacía de contenidos vinculantes bien precisos, o de una intención a la que no corresponde un esfuerzo real en las diversas obligaciones de la vida moral. La moralidad no puede ser juzgada si se prescinde de la conformidad u oposición de la elección deliberada de un comportamiento concreto respecto a la dignidad y a la vocación integral de la persona humana. Toda elección implica siempre una referencia de la voluntad deliberada a los bienes y a los males, indicados por la ley natural como bienes que hay que conseguir y males que hay que evitar. En el caso de los preceptos morales positivos, la prudencia ha de jugar siempre el papel de verificar su incumbencia en una determinada situación, por ejemplo, teniendo en cuenta otros deberes quizás más importantes o urgentes. Pero los preceptos morales negativos, es decir, los que prohiben algunos actos o comportamientos concretos como intrínsecamente malos, no admiten ninguna excepción legítima; no dejan ningún espacio moralmente aceptable para la creatividad de alguna determinación contraria. Una vez reconocida concretamente la especie moral de una acción prohibida por una norma universal, el acto moralmente bueno es sólo aquel que obedece a la ley moral y se abstiene de la acción que dicha ley prohíbe.
68. Con todo, es necesario añadir una importante consideración pastoral. En la lógica de las teorías mencionadas anteriormente, el hombre, en virtud de una opción fundamental, podría permanecer fiel a Dios independientemente de la mayor o menor conformidad de algunas de sus elecciones y de sus actos concretos con las normas o reglas morales específicas. En virtud de una opción primordial por la caridad, el hombre —según estas corrientes— podría mantenerse moralmente bueno, perseverar en la gracia de Dios, alcanzar la propia salvación, aunque algunos de sus comportamientos concretos sean contrarios deliberada y gravemente a los mandamientos de Dios.
En realidad, el hombre no va a la perdición solamente por la infidelidad a la opción fundamental, según la cual se ha entregado «entera y libremente a Dios» 113. Con cualquier pecado mortal cometido deliberadamente, el hombre ofende a Dios que ha dado la ley y, por tanto, se hace culpable frente a toda la ley (cf. St 2, 8-11); a pesar de conservar la fe, pierde la «gracia santificante», la «caridad» y la «bienaventuranza eterna» 114. «La gracia de la justificación que se ha recibido —enseña el concilio de Trento— no sólo se pierde por la infidelidad, por la cual se pierde incluso la fe, sino por cualquier otro pecado mortal» 115.
Pecado mortal y venial
69. Las consideraciones en torno a la opción fundamental, como hemos visto, han
inducido a algunos teólogos a someter también a una profunda revisión la
distinción tradicional entre los pecadosmortales y los pecados veniales;
subrayan que la oposición a la ley de Dios, que causa la pérdida de la gracia
santificante —y, en el caso de muerte en tal estado de pecado, la condenación
eterna—, solamente puede ser fruto de un acto que compromete a la persona en su
totalidad, es decir, un acto de opción fundamental. Según estos teólogos, el
pecado mortal, que separa al hombre de Dios, se verificaría solamente en el
rechazo de Dios, que se realiza a un nivel de libertad no identificable con un
acto de elección ni al que se puede llegar con un conocimiento sólo reflejo. En
este sentido —añaden— es difícil, al menos psicológicamente, aceptar el hecho de
que un cristiano, que quiere permanecer unido a Jesucristo y a su Iglesia, pueda
cometer pecados mortales tan fácil y repetidamente, como parece indicar a veces
la materia misma de sus actos. Igualmente, sería difícil aceptar que el hombre
sea capaz, en un breve período de tiempo, de romper radicalmente el vínculo de
comunión con Dios y de convertirse sucesivamente a él mediante una penitencia
sincera. Por tanto, es necesario —se afirma— medir la gravedad del pecado según
el grado de compromiso de libertad de la persona que realiza un acto, y no según
la materia de dicho acto.
70. La exhortación apostólica post-sinodal Reconciliatio et paenitentia ha
confirmado la importancia y la actualidad permanente de la distinción entre
pecados mortales y veniales, según la tradición de la Iglesia. Y el Sínodo de
los obispos de 1983, del cual ha emanado dicha exhortación, «no sólo ha vuelto a
afirmar cuanto fue proclamado por el concilio de Trento sobre la existencia y la
naturaleza de los pecados mortales y veniales, sino que ha querido recordar que
es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es
cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento» 116.
La afirmación del concilio de Trento no considera solamente lamateria grave del
pecado mortal, sino que recuerda también, como una condición necesaria suya, el
pleno conocimiento y consentimiento deliberado. Por lo demás, tanto en la
teología moral como en la práctica pastoral, son bien conocidos los casos en los
que un acto grave, por su materia, no constituye un pecado mortal por razón del
conocimiento no pleno o del consentimiento no deliberado de quien lo comete. Por
otra parte, «se deberá evitar reducir el pecado mortal a un acto de "opción
fundamental" —como hoy se suele decir— contra Dios», concebido ya sea como
explícito y formal desprecio de Dios y del prójimo, ya sea como implícito y no
reflexivo rechazo del amor. «Se comete, en efecto, un pecado mortal también
cuando el hombre, sabiéndolo y queriéndolo, elige, por el motivo que sea, algo
gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido un
desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y
hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y pierde la caridad. La
orientación fundamental puede, pues, ser radicalmente modificada por actos
particulares. Sin duda pueden darse situaciones muy complejas y oscuras bajo el
aspecto psicológico, que influyen en la imputabilidad subjetiva del pecador.
Pero de la consideración de la esfera psicológica no se puede pasar a la
constitución de una categoría teológica, como es concretamente la "opción
fundamental" entendida de tal modo que, en el plano objetivo, cambie o ponga en
duda la concepción tradicional de pecado mortal» 117.
De este modo, la disociación entre opción fundamental y decisiones deliberadas
de comportamientos determinados, desordenados en sí mismos o por las
circunstancias, que podrían no cuestionarla, comporta el desconocimiento de la
doctrina católica sobre el pecado mortal: «Siguiendo la tradición de la Iglesia,
llamamos pecado mortal al acto, mediante el cual un hombre, con libertad y
conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le propone,
prefiriendo volverse a sí mismo, a alguna realidad creada y finita, a algo
contrario a la voluntad divina («conversio ad creaturam»). Esto puede ocurrir de
modo directo y formal, como en los pecados de idolatría, apostasía y ateísmo; o
de modo equivalente, como en todos los actos de desobediencia a los mandamientos
de Dios en materia grave» 118.
IV. El acto moral
Teleología y teleologismo
71. La relación entre la libertad del hombre y la ley de Dios, que encuentra su
ámbito vital y profundo en la conciencia moral, se manifiesta y realiza en los
actos humanos. Es precisamente mediante sus actos como el hombre se perfecciona
en cuanto tal, como persona llamada a buscar espontáneamente a su Creador y a
alcanzar libremente, mediante su adhesión a él, la perfección feliz y plena 119.
Los actos humanos son actos morales, porque expresan y deciden la bondad o
malicia del hombre mismo que realiza esos actos 120. Éstos no producen sólo un
cambio en el estado de cosas externas al hombre, sino que, en cuanto decisiones
deliberadas, califican moralmente a la persona misma que los realiza y
determinan su profunda fisonomía espiritual, como pone de relieve, de modo
sugestivo, san Gregorio Niseno: «Todos los seres sujetos al devenir no
permanecen idénticos a sí mismos, sino que pasan continuamente de un estado a
otro mediante un cambio que se traduce siempre en bien o en mal... Así pues, ser
sujeto sometido a cambio es nacer continuamente... Pero aquí el nacimiento no se
produce por una intervención ajena, como es el caso de los seres corpóreos...
sino que es el resultado de una decisión libre y, así, nosotros somos en cierto
modonuestros mismos progenitores, creándonos como queremos y, con nuestra
elección, dándonos la forma que queremos» 121.
72. La moralidad de los actos está definida por la relación de la libertad del
hombre con el bien auténtico. Dicho bien es establecido, como ley eterna, por la
sabiduría de Dios que ordena todo ser a su fin. Esta ley eterna es conocida
tanto por medio de la razón natural del hombre (y, de esta manera, es ley
natural), cuanto —de modo integral y perfecto— por medio de la revelación
sobrenatural de Dios (y por ello es llamada ley divina). El obrar es moralmente
bueno cuando las elecciones de la libertad están conformes con el verdadero bien
del hombre y expresan así la ordenación voluntaria de la persona hacia su fin
último, es decir, Dios mismo: el bien supremo en el cual el hombre encuentra su
plena y perfecta felicidad. La pregunta inicial del diálogo del joven con Jesús:
«¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt 19, 16) evidencia
inmediatamente el vínculo esencial entre el valor moral de un acto y el fin
último del hombre. Jesús, en su respuesta, confirma la convicción de su
interlocutor: el cumplimiento de actos buenos, mandados por el único que es
«Bueno», constituye la condición indispensable y el camino para la felicidad
eterna: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). La
respuesta de Jesús remitiendo a los mandamientos manifiesta también que el
camino hacia el fin está marcado por el respeto de las leyes divinas que tutelan
el bien humano. Sólo el acto conforme al bien puede ser camino que conduce a la
vida.
La ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda su verdad y la
búsqueda voluntaria de este bien, conocido por la razón, constituyen la
moralidad. Por tanto, el obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno
sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o
simplemente porque la intención del sujeto sea buena 122. El obrar es moralmente
bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la persona al fin
último y la conformidad de la acción concreta con el bien humano, tal y como es
reconocido en su verdad por la razón. Si el objeto de la acción concreta no está
en sintonía con el verdadero bien de la persona, la elección de tal acción hace
moralmente mala a nuestra voluntad y a nosotros mismos y, por consiguiente, nos
pone en contradicción con nuestro fin último, el bien supremo, es decir, Dios
mismo.
73. El cristiano, gracias a la revelación de Dios y a la fe, conoce la novedad
que marca la moralidad de sus actos; éstos están llamados a expresar la mayor o
menor coherencia con la dignidad y vocación que le han sido dadas por la gracia:
en Jesucristo y en su Espíritu, el cristiano es creatura nueva, hijo de Dios, y
mediante sus actos manifiesta su conformidad o divergencia con la imagen del
Hijo que es el primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8, 29), vive su
fidelidad o infidelidad al don del Espíritu y se abre o se cierra a la vida
eterna, a la comunión de visión, de amor y beatitud con Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo 123. Cristo «nos forma según su imagen —dice san Cirilo de
Alejandría—, de modo que los rasgos de su naturaleza divina resplandecen en
nosotros a través de la santificación y la justicia y la vida buena y
virtuosa... La belleza de esta imagen resplandece en nosotros que estamos en
Cristo, cuando, por las obras, nos manifestamos como hombres buenos»124.
En este sentido, la vida moral posee un carácter «teleológico» esencial, porque
consiste en la ordenación deliberada de los actos humanos a Dios, sumo bien y
fin (telos) último del hombre. Lo testimonia, una vez más, la pregunta del joven
a Jesús: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?». Pero esta
ordenación al fin último no es una dimensión subjetivista que dependa sólo de la
intención. Aquélla presupone que tales actos sean en sí mismos ordenables a este
fin, en cuanto son conformes al auténtico bien moral del hombre, tutelado por
los mandamientos. Esto es lo que Jesús mismo recuerda en la respuesta al joven:
«Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17).
Evidentemente debe ser una ordenación racional y libre, consciente y deliberada,
en virtud de la cual el hombre es responsable de sus actos y está sometido al
juicio de Dios, juez justo y bueno que premia el bien y castiga el mal, como nos
lo recuerda el apóstol Pablo: «Es necesario que todos nosotros seamos puestos al
descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo
que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal» (2 Co 5, 10).
74. Pero, ¿de qué depende la calificación moral del obrar libre del hombre?
¿Cómo se asegura estaordenación de los actos humanos hacia Dios? ¿Sólamente
depende de la intención que sea conforme al fin último, al bien supremo, o de
las circunstancias —y, en particular, de lasconsecuencias— que contradistinguen
el obrar del hombre, o no depende también —y sobre todo— del objeto mismo de los
actos humanos?
Éste es el problema llamado tradicionalmente de las «fuentes de la moralidad».
Precisamente con relación a este problema, en las últimas décadas se han
manifestado nuevas —o renovadas— tendencias culturales y teológicas que exigen
un cuidadoso discernimiento por parte del Magisterio de la Iglesia.
Algunas teorías éticas, denominadas «teleológicas», dedican especial atención a
la conformidad de los actos humanos con los fines perseguidos por el agente y
con los valores que él percibe. Los criterios para valorar la rectitud moral de
una acción se toman de la ponderación de los bienes que hay que conseguir o de
los valores que hay que respetar. Para algunos, el comportamiento concreto sería
recto o equivocado según pueda o no producir un estado de cosas mejores para
todas las personas interesadas: sería recto el comportamiento capaz de
maximalizar los bienes y minimizarlos males.
Muchos de los moralistas católicos que siguen esta orientación, buscan
distanciarse del utilitarismo y del pragmatismo, para los cuales la moralidad de
los actos humanos sería juzgada sin hacer referencia al verdadero fin último del
hombre. Con razón, se dan cuenta de la necesidad de encontrar argumentos
racionales, cada vez más consistentes, para justificar las exigencias y
fundamentar las normas de la vida moral. Dicha búsqueda es legítima y necesaria
por el hecho de que el orden moral, establecido por la ley natural, es, en línea
de principio, accesible a la razón humana. Se trata, además, de una búsqueda que
sintoniza con las exigencias del diálogo y la colaboración con los no-católicos
y los no-creyentes, especialmente en las sociedades pluralistas.
75. Pero en el ámbito del esfuerzo por elaborar esa moral racional —a veces
llamada por esto moral autónoma—, existen falsas soluciones, vinculadas
particularmente a una comprensión inadecuada del objeto del obrar moral. Algunos
no consideran suficientemente el hecho de que la voluntad está implicada en las
elecciones concretas que realiza: esas son condiciones de su bondad moral y de
su ordenación al fin último de la persona. Otros se inspiran además en una
concepción de la libertad que prescinde de las condiciones efectivas de su
ejercicio, de su referencia objetiva a la verdad sobre el bien, de su
determinación mediante elecciones de comportamientos concretos. Y así, según
estas teorías, la voluntad libre no estaría ni moralmente sometida a
obligaciones determinadas, ni vinculada por sus elecciones, a pesar de no dejar
de ser responsable de los propios actos y de sus consecuencias. Este «teleologismo»,
como método de reencuentro de la norma moral, puede, entonces, ser llamado
—según terminologías y aproches tomados de diferentes corrientes de pensamiento—
«consecuencialismo» o «proporcionalismo». El primero pretende obtener los
criterios de la rectitud de un obrar determinado sólo del cálculo de las
consecuencias que se prevé pueden derivarse de la ejecución de una decisión. El
segundo, ponderando entre sí los valores y los bienes que persiguen, se centra
más bien en la proporción reconocida entre los efectos buenos o malos, en vista
del bien mayor o del mal menor, que sean efectivamente posibles en una situación
determinada.
Las teorías éticas teleológicas (proporcionalismo, consecuencialismo), aun
reconociendo que los valores morales son señalados por la razón y la revelación,
no admiten que se pueda formular una prohibición absoluta de comportamientos
determinados que, en cualquier circunstancia y cultura, contrasten con aquellos
valores. El sujeto que obra sería responsable de la consecución de los valores
que se persiguen, pero según un doble aspecto: en efecto, los valores o bienes
implicados en un acto humano, sería, desde un punto de vista, de orden moral
(con relación a valores propiamente morales, como el amor de Dios, la
benevolencia hacia el prójimo, la justicia, etc) y, desde otro, de orden pre-moral,
llamado también no-moral, físico u óntico (con relación a las ventajas e
inconvenientes originados sea a aquel que actúa, sea a toda persona implicada
antes o después, como por ejemplo la salud o su lesión, la integridad física, la
vida, la muerte, la pérdida de bienes materiales, etc).
En un mundo en el que el bien estaría siempre mezclado con el mal y cualquier
efecto bueno estaría vinculado con otros efectos malos, la moralidad del acto se
juzgaría de modo diferenciado: subondad moral, sobre la base de la intención del
sujeto, referida a los bienes morales; y su rectitud, sobre la base de la
consideración de los efectos o consecuencias previsibles y de su proporción. Por
consiguiente, los comportamientos concretos serían calificados como rectos o
equivocados, sin que por esto sea posible valorar la voluntad de la persona que
los elige como moralmente buena o mala. De este modo, un acto que, oponiéndose a
normas universales negativas viola directamente bienes considerados como pre-morales,
podría ser calificado como moralmente admisible si la intención del sujeto se
concentra, según una responsable ponderación de los bienes implicados en la
acción concreta, sobre el valor moral considerado decisivo en la circunstancia.
La valoración de las consecuencias de la acción, en virtud de la proporción del
acto con sus efectos y de los efectos entre sí, sólo afectaría al orden pre-moral.
Sobre la especificidad moral de los actos, esto es, sobre su bondad o maldad,
decidiría exclusivamente la fidelidad de la persona a los valores más altos de
la caridad y de la prudencia, sin que esta fidelidad sea incompatible
necesariamente con decisiones contrarias a ciertos preceptos morales
particulares. Incluso en materia grave, estos últimos deberán ser considerados
como normas operativas siempre relativas y susceptibles de excepciones. En esta
perspectiva, el consentimiento otorgado a ciertos comportamientos declarados
ilícitos por la moral tradicional no implicaría una malicia moral objetiva.
El objeto del acto deliberado
76. Estas teorías pueden adquirir una cierta fuerza persuasiva por su afinidad
con la mentalidad científica, preocupada, con razón, de ordenar las actividades
técnicas y económicas según el cálculo de los recursos y los beneficios, de los
procedimientos y los efectos. Pretenden liberar de las imposiciones de una moral
de la obligación, voluntarista y arbitraria, que resultaría inhumana.
Sin embargo, semejantes teorías no son fieles a la doctrina de la Iglesia, en
cuanto creen poder justificar, como moralmente buenas, elecciones deliberadas de
comportamientos contrarios a los mandamientos de la ley divina y natural. Estas
teorías no pueden apelar a la tradición moral católica, pues, si bien es verdad
que en esta última se ha desarrollado una casuística atenta a ponderar en
algunas situaciones concretas las posibilidades mayores de bien, es igualmente
verdad que esto se refería solamente a los casos en los que la ley era incierta
y, por consiguiente, no ponía en discusión la validez absoluta de los preceptos
morales negativos, que obligan sin excepción. Los fieles están obligados a
reconocer y respetar los preceptos morales específicos, declarados y enseñados
por la Iglesia en el nombre de Dios, Creador y Señor 125. Cuando el apóstol
Pablo recapitula el cumplimiento de la Ley en el precepto de amar al prójimo
como a sí mismo (cf. Rm 13, 8-10), no atenúa los mandamientos, sino que, sobre
todo, los confirma, desde el momento en que revela sus exigencias y gravedad. El
amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables de la observancia de los
mandamientos de la Alianza, renovada en la sangre de Jesucristo y en el don del
Espíritu Santo. Es un honor para los cristianos obedecer a Dios antes que a los
hombres (cf. Hch 4, 19; 5, 29) e incluso aceptar el martirio a causa de ello,
como han hecho los santos y las santas del Antiguo y del Nuevo Testamento,
reconocidos como tales por haber dado su vida antes que realizar este o aquel
gesto particular contrario a la fe o la virtud.
77. Para ofrecer los criterios racionales de una justa decisión moral, las
mencionadas teorías tienen en cuenta la intención y las consecuencias de la
acción humana. Ciertamente hay que dar gran importancia ya sea a la intención
—como Jesús insiste con particular fuerza en abierta contraposición con los
escribas y fariseos, que prescribían minuciosamente ciertas obras externas sin
atender al corazón (cf. Mc 7, 20-21; Mt 15, 19)—, ya sea a los bienes obtenidos
y los males evitados como consecuencia de un acto particular. Se trata de una
exigencia de responsabilidad. Pero la consideración de estas consecuencias —así
como de las intenciones— no es suficiente para valorar la calidad moral de una
elección concreta. La ponderación de los bienes y los males, previsibles como
consecuencia de una acción, no es un método adecuado para determinar si la
elección de aquel comportamiento concreto es, según su especie o en sí misma,
moralmente buena o mala, lícita o ilícita. Las consecuencias previsibles
pertenecen a aquellas circunstancias del acto que, aunque puedan modificar la
gravedad de una acción mala, no pueden cambiar, sin embargo, la especie moral.
Por otra parte, cada uno conoce las dificultades o, mejor dicho, la
imposibilidad, de valorar todas las consecuencias y todos los efectos buenos o
malos —denominados pre-morales— de los propios actos: un cálculo racional
exhaustivo no es posible. Entonces, ¿qué hay que hacer para establecer unas
proporciones que dependen de una valoración, cuyos criterios permanecen oscuros?
¿Cómo podría justificarse una obligación absoluta sobre cálculos tan
discutibles?
78. La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del
objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada, como lo prueba también
el penetrante análisis, aún válido, de santo Tomás 126. Así pues, para poder
aprehender el objeto de un acto, que lo especifica moralmente, hay que situarse
en la perspectiva de la persona que actúa. En efecto, el objeto del acto del
querer es un comportamiento elegido libremente. Y en cuanto es conforme con el
orden de la razón, es causa de la bondad de la voluntad, nos perfecciona
moralmente y nos dispone a reconocer nuestro fin último en el bien perfecto, el
amor originario. Por tanto, no se puede tomar como objeto de un determinado acto
moral, un proceso o un evento de orden físico solamente, que se valora en cuanto
origina un determinado estado de cosas en el mundo externo. El objeto es el fin
próximo de una elección deliberada que determina el acto del querer de la
persona que actúa. En este sentido, como enseña el Catecismo de la Iglesia
católica, «hay comportamientos concretos cuya elección es siempre errada porque
ésta comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral» 127. «Sucede
frecuentemente —afirma el Aquinate— que el hombre actúe con buena intención,
pero sin provecho espiritual porque le falta la buena voluntad. Por ejemplo, uno
roba para ayudar a los pobres: en este caso, si bien la intención es buena,
falta la rectitud de la voluntad porque las obras son malas. En conclusión, la
buena intención no autoriza a hacer ninguna obra mala. "Algunos dicen: hagamos
el mal para que venga el bien. Estos bien merecen la propia condena" (Rm3, 8)»
128.
La razón por la que no basta la buena intención, sino que es necesaria también
la recta elección de las obras, reside en el hecho de que el acto humano depende
de su objeto, o sea si éste es o no es«ordenable» a Dios, al único que es
«Bueno», y así realiza la perfección de la persona. Por tanto, el acto es bueno
si su objeto es conforme con el bien de la persona en el respeto de los bienes
moralmente relevantes para ella. La ética cristiana, que privilegia la atención
al objeto moral, no rechaza considerar la teleología interior del obrar, en
cuanto orientado a promover el verdadero bien de la persona, sino que reconoce
que éste sólo se pretende realmente cuando se respetan los elementos esenciales
de la naturaleza humana. El acto humano, bueno según su objeto, es«ordenable»
también al fin último. El mismo acto alcanza después su perfección última y
decisiva cuando la voluntad lo ordena efectivamente a Dios mediante la caridad.
A este respecto, el patrono de los moralistas y confesores enseña: «No basta
realizar obras buenas, sino que es preciso hacerlas bien. Para que nuestras
obras sean buenas y perfectas, es necesario hacerlas con el fin puro de agradar
a Dios» 129.
El «mal intrínseco»: no es lícito hacer el mal para lograr el bien (cf. Rm 3, 8)
79. Así pues, hay que rechazar la tesis, característica de las teorías
teleológicas y proporcionalistas,según la cual sería imposible calificar como
moralmente mala según su especie —su «objeto»— la elección deliberada de algunos
comportamientos o actos determinados prescindiendo de la intención por la que la
elección es hecha o de la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel
acto para todas las personas interesadas.
El elemento primario y decisivo para el juicio moral es el objeto del acto
humano, el cual decide sobre su «ordenabilidad» al bien y al fin último que es
Dios. Tal «ordenabilidad» es aprehendida por la razón en el mismo ser del
hombre, considerado en su verdad integral, y, por tanto, en sus inclinaciones
naturales, en sus dinamismos y sus finalidades, que también tienen siempre una
dimensión espiritual: éstos son exactamente los contenidos de la ley natural y,
por consiguiente, el conjunto ordenado de los bienes para la persona que se
ponen al servicio del bien de la persona ,del bien que es ella misma y su
perfección. Estos son los bienes tutelados por los mandamientos, los cuales,
según Santo Tomás, contienen toda la ley natural 130.
80. Ahora bien, la razón testimonia que existen objetos del acto humano que se
configuran como no-ordenables a Dios, porque contradicen radicalmente el bien de
la persona, creada a su imagen. Son los actos que, en la tradición moral de la
Iglesia, han sido denominados intrínsecamente malos(«intrinsece malum»): lo son
siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las
ulteriores intenciones de quien actúa, y de las circunstancias. Por esto, sin
negar en absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen las circunstancias y,
sobre todo, las intenciones, la Iglesia enseña que «existen actos que, por sí y
en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente
ilícitos por razón de su objeto» 131. El mismo concilio Vaticano II, en el marco
del respeto debido a la persona humana, ofrece una amplia ejemplificación de
tales actos: «Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier
género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario;
todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las
torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica;
todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de
vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la
prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones
ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros
instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas
y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización
humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la
injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador» 132.
Sobre los actos intrínsecamente malos y refiriéndose a las prácticas
contraceptivas mediante las cuales el acto conyugal es realizado
intencionalmente infecundo, Pablo VI enseña: «En verdad, si es lícito alguna vez
tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más
grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir
el bien (cf. Rm 3, 8), es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo
que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana,
aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar
o social» 133.
81. La Iglesia, al enseñar la existencia de actos intrínsecamente malos, acoge
la doctrina de la sagrada Escritura. El apóstol Pablo afirma de modo categórico:
«¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los
afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los
borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el reino de Dios» (1 Co
6, 9-10).
Si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas
circunstancias particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden
suprimirla: son actos irremediablementemalos, por sí y en sí mismos no son
ordenables a Dios y al bien de la persona: «En cuanto a los actos que son por sí
mismos pecados (cum iam opera ipsa peccata sunt) —dice san Agustín—, como el
robo, la fornicación, la blasfemia u otros actos semejantes, ¿quién osará
afirmar que cumpliéndolos por motivos buenos (bonis causis), ya no serían
pecados o —conclusión más absurda aún— que serían pecados justificados?» 134.
Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto
intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto o
justificable como elección.
82. Por otra parte, la intención es buena cuando apunta al verdadero bien de la
persona con relación a su fin último. Pero los actos, cuyo objeto es no-ordenable
a Dios e indigno de la persona humana, se oponen siempre y en todos los casos a
este bien. En este sentido, el respeto a las normas que prohíben tales actos y
que obligan «semper et pro semper», o sea sin excepción alguna, no sólo no
limita la buena intención, sino que hasta constituye su expresión fundamental.
La doctrina del objeto, como fuente de la moralidad, representa una
explicitación auténtica de la moral bíblica de la Alianza y de los mandamientos,
de la caridad y de las virtudes. La calidad moral del obrar humano depende de
esta fidelidad a los mandamientos, expresión de obediencia y de amor. Por esto,
—volvemos a decirlo—, hay que rechazar como errónea la opinión que considera
imposible calificar moralmente como mala según su especie la elección deliberada
de algunos comportamientos o actos determinados, prescindiendo de la intención
por la cual se hace la elección o por la totalidad de las consecuencias
previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas. Sin
estadeterminación racional de la moralidad del obrar humano, sería imposible
afirmar unorden moral objetivo 135 y establecer cualquier norma determinada,
desde el punto de vista del contenido, que obligue sin excepciones; y esto sería
a costa de la fraternidad humana y de la verdad sobre el bien, así como en
detrimento de la comunión eclesial.
83. Como se ve, en la cuestión de la moralidad de los actos humanos y
particularmente en la de la existencia de los actos intrínsecamente malos, se
concentra en cierto sentido la cuestión misma del hombre, de su verdad y de las
consecuencias morales que se derivan de ello. Reconociendo y enseñando la
existencia del mal intrínseco en determinados actos humanos, la Iglesia
permanece fiel a la verdad integral sobre el hombre y, por ello, lo respeta y
promueve en su dignidad y vocación. En consecuencia, debe rechazar las teorías
expuestas más arriba, que contrastan con esta verdad.
Sin embargo, es necesario que nosotros, hermanos en el episcopado, no nos
limitemos sólo a exhortar a los fieles sobre los errores y peligros de algunas
teorías éticas. Ante todo, debemos mostrar el fascinante esplendor de aquella
verdad que es Jesucristo mismo. En él, que es la Verdad (cf. Jn 14, 6), el
hombre puede, mediante los actos buenos, comprender plenamente y vivir
perfectamente su vocación a la libertad en la obediencia a la ley divina, que se
compendia en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Es cuanto acontece con
el don del Espíritu Santo, Espíritu de verdad, de libertad y amor: en él nos es
dado interiorizar la ley y percibirla y vivirla como el dinamismo de la
verdadera libertad personal: «la ley perfecta de la libertad» (St 1, 25).
CAPITULO III - "PARA NO DESVIRTUAR LA CRUZ DE CRISTO" (1 Cor 1,17)
El bien moral para la vida de la iglesia y del mundo
«Para ser libres nos libertó Cristo» (Ga 5, 1)
84. La cuestión fundamental que las teorías morales recordadas antes plantean
con particular intensidad es la relación entre la libertad del hombre y la ley
de Dios, es decir, la cuestión de larelación entre libertad y verdad.
Según la fe cristiana y la doctrina de la Iglesia «solamente la libertad que se
somete a la Verdad conduce a la persona humana a su verdadero bien. El bien de
la persona consiste en estar en la verdad y en realizar la verdad» 136.
La confrontación entre la posición de la Iglesia y la situación social y
cultural actual muestra inmediatamente la urgencia de que precisamente sobre tal
cuestión fundamental se desarrolle unaintensa acción pastoral por parte de la
Iglesia misma: «La cultura contemporánea ha perdido en gran parte este vínculo
esencial entre Verdad-Bien-Libertad y, por tanto, volver a conducir al hombre a
redescubrirlo es hoy una de las exigencias propias de la misión de la Iglesia,
por la salvación del mundo. La pregunta de Pilato: "¿Qué es la verdad?", emerge
también hoy desde la triste perplejidad de un hombre que a menudo ya no sabe
quién es, de dónde viene ni adónde va. Y así asistimos no pocas veces al
pavoroso precipitarse de la persona humana en situaciones de autodestrucción
progresiva. De prestar oído a ciertas voces, parece que no se debiera ya
reconocer el carácter absoluto indestructible de ningún valor moral. Está ante
los ojos de todos el desprecio de la vida humana ya concebida y aún no nacida;
la violación permanente de derechos fundamentales de la persona; la inicua
destrucción de bienes necesarios para una vida meramente humana. Y lo que es aún
más grave: el hombre ya no está convencido de que sólo en la verdad puede
encontrar la salvación. La fuerza salvífica de la verdad es contestada y se
confía sólo a la libertad, desarraigada de toda objetividad, la tarea de decidir
autónomamente lo que es bueno y lo que es malo. Este relativismo se traduce, en
el campo teológico, en desconfianza en la sabiduría de Dios, que guía al hombre
con la ley moral. A lo que la ley moral prescribe se contraponen las llamadas
situaciones concretas, no considerando ya, en definitiva, que la ley de Dios es
siempre el único verdadero bien del hombre» 137.
85. La obra de discernimiento de estas teorías éticas por parte de la Iglesia no
se reduce a su denuncia o a su rechazo, sino que trata de guiar con gran amor a
todos los fieles en la formación de una conciencia moral que juzgue y lleve a
decisiones según verdad, como exhorta el apóstol Pablo: «No os acomodéis al
mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente,
de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo
agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2). Esta obra de la Iglesia encuentra su punto
de apoyo —su secreto formativo— no tanto en los enunciados doctrinales y en las
exhortaciones pastorales a la vigilancia, cuanto entener la «mirada» fija en el
Señor Jesús. La Iglesia cada día mira con incansable amor a Cristo, plenamente
consciente de que sólo en él está la respuesta verdadera y definitiva al
problema moral.
Concretamente, en Jesús crucificado la Iglesia encuentra la respuesta al
interrogante que atormenta hoy a tantos hombres: cómo puede la obediencia a las
normas morales universales e inmutables respetar la unicidad e irrepetibilidad
de la persona y no atentar a su libertad y dignidad. La Iglesia hace suya la
conciencia que el apóstol Pablo tenía de la misión recibida: «Me envió Cristo...
a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de
Cristo...; nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los
judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que
griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1, 17. 23-24).
Cristo crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo vive
plenamente en el don total de sí y llama a los discípulos a tomar parte en su
misma libertad.
86. La reflexión racional y la experiencia cotidiana demuestran la debilidad que
marca la libertad del hombre. Es libertad real, pero contingente. No tiene su
origen absoluto e incondicionado en sí misma, sino en la existencia en la que se
encuentra y para la cual representa, al mismo tiempo, un límite y una
posibilidad. Es la libertad de una criatura, o sea, una libertad donada, que se
ha de acoger como un germen y hacer madurar con responsabilidad. Es parte
constitutiva de la imagen creatural, que fundamenta la dignidad de la persona,
en la cual aparece la vocación originaria con la que el Creador llama al hombre
al verdadero Bien, y más aún, por la revelación de Cristo, a entrar en amistad
con él, participando de su misma vida divina. Es, a la vez, inalienable
autoposesión y apertura universal a cada ser existente, cuando sale de sí mismo
hacia el conocimiento y el amor a los demás138. La libertad se fundamenta, pues,
en la verdad del hombre y tiende a la comunión.
La razón y la experiencia muestran no sólo la debilidad de la libertad humana,
sino también su drama. El hombre descubre que su libertad está inclinada
misteriosamente a traicionar esta apertura a la Verdad y al Bien, y que
demasiado frecuentemente, prefiere, de hecho, escoger bienes contingentes,
limitados y efímeros. Más aún, dentro de los errores y opciones negativas, el
hombre descubre el origen de una rebelión radical que lo lleva a rechazar la
Verdad y el Bien para erigirse en principio absoluto de sí mismo: «Seréis como
dioses» (Gn 3, 5). La libertad, pues, necesita ser liberada. Cristo es su
libertador: «para ser libres nos libertó» él (Ga 5, 1).
87. Cristo manifiesta, ante todo, que el reconocimiento honesto y abierto de la
verdad es condición para la auténtica libertad: «Conoceréis la verdad y la
verdad os hará libres» (Jn 8, 32) 139. Es la verdad la que hace libres ante el
poder y da la fuerza del martirio. Al respecto dice Jesús ante Pilato: «Para
esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37). Así los
verdaderos adoradores de Dios deben adorarlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4,
23). En virtud de esta adoración llegan a ser libres. Su relación con la verdad
y la adoración de Dios se manifiesta en Jesucristo como la raíz más profunda de
la libertad.
Jesús manifiesta, además, con su misma vida y no sólo con palabras, que la
libertad se realiza en elamor, es decir, en eldon de uno mismo. El que dice:
«Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13), va
libremente al encuentro de la Pasión (cf. Mt 26, 46), y en su obediencia al
Padre en la cruz da la vida por todos los hombres (cf. Flp 2, 6-11). De este
modo, la contemplación de Jesús crucificado es la vía maestra por la que la
Iglesia debe caminar cada día si quiere comprender el pleno significado de la
libertad: el don de uno mismo en el servicio a Dios y a los hermanos. La
comunión con el Señor resucitado es la fuente inagotable de la que la Iglesia se
alimenta incesantemente para vivir en la libertad, darse y servir. San Agustín,
al comentar el versículo 2 del salmo 100, «servid al Señor con alegría», dice:
«En la casa del Señor libre es la esclavitud. Libre, ya que el servicio no le
impone la necesidad, sino la caridad... La caridad te convierta en esclavo, así
como la verdad te ha hecho libre... Al mismo tiempo tú eres esclavo y libre:
esclavo, porque llegaste a serlo; libre, porque eres amado por Dios, tu
creador... Eres esclavo del Señor y eres libre del Señor. ¡No busques una
liberación que te lleve lejos de la casa de tu libertador!» 140.
De este modo, la Iglesia, y cada cristiano en ella, está llamado a participar de
la función real de Cristo en la cruz (cf. Jn 12, 32), de la gracia y de la
responsabilidad del Hijo del hombre, que «no ha venido a ser servido, sino a
servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28) 141.
Por lo tanto, Jesús es la síntesis viviente y personal de la perfecta libertad
en la obediencia total a la voluntad de Dios. Su carne crucificada es la plena
revelación del vínculo indisoluble entre libertad y verdad, así como su
resurrección de la muerte es la exaltación suprema de la fecundidad y de la
fuerza salvífica de una libertad vivida en la verdad.
Caminar en la luz (cf. 1 Jn 1, 7)
88. La contraposición, más aún, la radical separación entre libertad y verdad es
consecuencia, manifestación y realización de otra dicotomía más grave y nociva:
la que se produce entre fe y moral.
Esta separación constituye una de las preocupaciones pastorales más agudas de la
Iglesia en el presente proceso de secularismo, en el cual muchos hombres piensan
y viven como si Dios no existiera. Nos encontramos ante una mentalidad que
abarca —a menudo de manera profunda, vasta y capilar— las actitudes y los
comportamientos de los mismos cristianos, cuya fe se debilita y pierde la propia
originalidad de nuevo criterio de interpretación y actuación para la existencia
personal, familiar y social. En realidad, los criterios de juicio y de elección
seguidos por los mismos creyentes se presentan frecuentemente —en el contexto de
una cultura ampliamente descristianizada— como extraños e incluso contrapuestos
a los del Evangelio.
Es, pues, urgente que los cristianos descubran la novedad de su fe y su fuerza
de juicio ante la cultura dominante e invadiente: «En otro tiempo fuisteis
tinieblas —nos recuerda el apóstol Pablo—; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid
como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia
y verdad. Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras
infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciadlas... Mirad atentamente
cómo vivís; que no sea como imprudentes, sino como prudentes; aprovechando bien
el tiempo presente, porque los días son malos» (Ef 5, 8-11. 15-16; cf. 1 Ts 5,
4-8).
Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana,
que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y
ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una
memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida. Pero, una
palabra no es acogida auténticamente si no se traduce en hechos, si no es puesta
en práctica. La fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es
encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo,
camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6). Implica un acto de confianza y abandono en
Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (cf. Ga 2, 20), o sea, en el mayor
amor a Dios y a los hermanos.
89. La fe tiene también un contenido moral: suscita y exige un compromiso
coherente de vida; comporta y perfecciona la acogida y la observancia de los
mandamientos divinos. Como dice el evangelista Juan, «Dios es Luz, en él no hay
tinieblas alguna. Si decimos que estamos en comunión con él y caminamos en
tinieblas, mentimos y no obramos la verdad... En esto sabemos que le conocemos:
en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: "Yo le conozco" y no guarda sus
mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien guarda su
palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto
conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él, debe vivir como
vivió él» (1 Jn 1, 5-6; 2, 3-6).
A través de la vida moral la fe llega a ser confesión, no sólo ante Dios, sino
también ante los hombres: se convierte en testimonio. «Vosotros sois la luz del
mundo —dice Jesús—. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un
monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino
sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille
así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestra buenas obras y
glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 14-16). Estas obras
son sobre todo las de la caridad (cf. Mt 25, 31-46) y de la auténtica libertad,
que se manifiesta y vive en el don de uno mismo. Hasta el don total de uno
mismo, como hizo Cristo, que en la cruz «amó a la Iglesia y se entregó a sí
mismo por ella» (Ef 5, 25). El testimonio de Cristo es fuente, paradigma y
auxilio para el testimonio del discípulo, llamado a seguir el mismo camino: «Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y
sígame» (Lc 9, 23). La caridad, según las exigencias del radicalismo evangélico,
puede llevar al creyente al testimonio supremo del martirio. Siguiendo el
ejemplo de Jesús que muere en cruz, escribe Pablo a los cristianos de Efeso:
«Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos y vivid en el amor como
Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma»
(Ef 5, 1-2).
El martirio, exaltación de la santidad inviolable de la ley de Dios
90. La relación entre fe y moral resplandece con toda su intensidad en el
respeto incondicionado que se debe a las exigencias ineludibles de la dignidad
personal de cada hombre, exigencias tuteladas por las normas morales que
prohíben sin excepción los actos intrínsecamente malos. La universalidad y la
inmutabilidad de la norma moral manifiestan y, al mismo tiempo, se ponen al
servicio de la absoluta dignidad personal, o sea, de la inviolabilidad del
hombre, en cuyo rostro brilla el esplendor de Dios (cf. Gn 9, 5-6).
El no poder aceptar las teorías éticas «teleológicas», «consecuencialistas» y
«proporcionalistas» que niegan la existencia de normas morales negativas
relativas a comportamientos determinados y que son válidas sin excepción, halla
una confirmación particularmente elocuente en el hecho del martirio cristiano,
que siempre ha acompañado y acompaña la vida de la Iglesia.
91. Ya en la antigua alianza encontramos admirables testimonios de fidelidad a
la ley santa de Dios llevada hasta la aceptación voluntaria de la muerte.
Ejemplar es la historia de Susana: a los dos jueces injustos, que la amenazaban
con hacerla matar si se negaba a ceder a su pasión impura, responde así: «¡Qué
aprieto me estrecha por todas partes! Si hago esto, es la muerte para mí; si no
lo hago, no escaparé de vosotros. Pero es mejor para mí caer en vuestras manos
sin haberlo hecho que pecar delante del Señor» (Dn 13, 22-23). Susana,
prefiriendo morir inocente en manos de los jueces, atestigua no sólo su fe y
confianza en Dios sino también su obediencia a la verdad y al orden moral
absoluto: con su disponibilidad al martirio, proclama que no es justo hacer lo
que la ley de Dios califica como mal para sacar de ello algún bien. Susana elige
para sí la mejor parte: un testimonio limpidísimo, sin ningún compromiso, de la
verdad y del Dios de Israel, sobre el bien; de este modo, manifiesta en sus
actos la santidad de Dios.
En los umbrales del Nuevo Testamento, Juan el Bautista, rehusando callar la ley
del Señor y aliarse con el mal, murió mártir de la verdad y la justicia142 y así
fue precursor del Mesías incluso en el martirio (cf. Mc 6, 17-29). Por esto,
«fue encerrado en la oscuridad de la cárcel aquel que vino a testimoniar la luz
y que de la misma luz, que es Cristo, mereció ser llamado lámpara que arde e
ilumina... Y fue bautizado en la propia sangre aquel a quien se le había
concedido bautizar al Redentor del mundo» 143.
En la nueva alianza se encuentran numerosos testimonios de seguidores de Cristo
—comenzando por el diácono Esteban (cf. Hch 6, 8 - 7, 60) y el apóstol Santiago
(cf. Hch 12, 1-2)— que murieron mártires por confesar su fe y su amor al Maestro
y por no renegar de él. En esto han seguido al Señor Jesús, que ante Caifás y
Pilato, «rindió tan solemne testimonio» (1 Tm 6, 13), confirmando la verdad de
su mensaje con el don de la vida. Otros innumerables mártires aceptaron las
persecuciones y la muerte antes que hacer el gesto idolátrico de quemar incienso
ante la estatua del emperador (cf. Ap 13, 7-10). Incluso rechazaron el simular
semejante culto, dando así ejemplo del rechazo también de un comportamiento
concreto contrario al amor de Dios y al testimonio de la fe. Con la obediencia,
ellos confían y entregan, igual que Cristo, su vida al Padre, que podía
liberarlos de la muerte (cf. Hb 5, 7).
La Iglesia propone el ejemplo de numerosos santos y santas, que han testimoniado
y defendido la verdad moral hasta el martirio o han prefirido la muerte antes
que cometer un solo pecado mortal. Elevándolos al honor de los altares, la
Iglesia ha canonizado su testimonio y ha declarado verdadero su juicio, según el
cual el amor implica obligatoriamente el respeto de sus mandamientos, incluso en
las circunstancias más graves, y el rechazo de traicionarlos, aunque fuera con
la intención de salvar la propia vida.
92. En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden moral,
resplandecen la santidad de la ley de Dios y a la vez la intangibilidad de la
dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Es una
dignidad que nunca se puede envilecer o contrastar, aunque sea con buenas
intenciones, cualesquiera que sean las dificultades. Jesús nos exhorta con la
máxima severidad: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina
su vida?» (Mc 8, 36).
El martirio demuestra como ilusorio y falso todo significado humano que se
pretendiese atribuir, aunque fuera en condiciones excepcionales, a un acto en sí
mismo moralmente malo; más aún, manifiesta abiertamente su verdadero rostro: el
de una violación de la «humanidad» del hombre,antes aún en quien lo realiza que
no en quien lo padece 144. El martirio es, pues, también exaltación de la
perfecta humanidad y de la verdadera vida de la persona, como atestigua san
Ignacio de Antioquía dirigiéndose a los cristianos de Roma, lugar de su
martirio: «Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que
muera... dejad que pueda contemplar la luz; entonces seré hombre en pleno
sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios» 145.
93. Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia:
la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte es anuncio
solemne y compromiso misionero «usque ad sanguinem» para que el esplendor de la
verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las
personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a
fin de que no sólo en la sociedad civil sino incluso dentro de las mismas
comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar
al hombre: la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y
conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades. Los mártires, y
de manera más amplia todos los santos en la Iglesia, con el ejemplo elocuente y
fascinador de una vida transfigurada totalmente por el esplendor de la verdad
moral, iluminan cada época de la historia despertando el sentido moral. Dando
testimonio del bien, ellos representan un reproche viviente para cuantos
trasgreden la ley (cf. Sb 2, 2) y hacen resonar con permanente actualidad las
palabras del profeta: «¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan
oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por
amargo!» (Is 5, 20).
Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que
relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia
que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa
de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples
dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la
fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de
Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la
fortaleza, que —como enseña san Gregorio Magno— le capacita a «amar las
dificultades de este mundo a la vista del premio eterno» 146.
94. En el dar testimonio del bien moral absoluto los cristianos no están solos.
Encuentran una confirmación en el sentido moral de los pueblos y en las grandes
tradiciones religiosas y sapienciales del Occidente y del Oriente, que ponen de
relieve la acción interior y misteriosa del Espíritu de Dios. Para todos vale la
expresión del poeta latino Juvenal: «Considera el mayor crimen preferir la
supervivencia al pudor y, por amor de la vida, perder el sentido del vivir» 147.
La voz de la conciencia ha recordado siempre sin ambigüedad que hay verdades y
valores morales por los cuales se debe estar dispuestos a dar incluso la vida.
En la palabra y sobre todo en el sacrificio de la vida por el valor moral, la
Iglesia da el mismo testimonio de aquella verdad que, presente ya en la
creación, resplandece plenamente en el rostro de Cristo: «Sabemos —dice san
Justino— que también han sido odiados y matados aquellos que han seguido las
doctrinas de los estoicos, por el hecho de que han demostrado sabiduría al menos
en la formulación de la doctrina moral, gracias a la semilla del Verbo que está
en toda raza humana» 148.
Las normas morales universales e inmutables al servicio de la persona y de la
sociedad
95. La doctrina de la Iglesia, y en particular su firmeza en defender la validez
universal y permanente de los preceptos que prohiben los actos intrínsecamente
malos, es juzgada no pocas veces como signo de una intransigencia intolerable,
sobre todo en las situaciones enormemente complejas y conflictivas de la vida
moral del hombre y de la sociedad actual. Dicha intransigencia estaría en
contraste con la condición maternal de la Iglesia. Ésta —se dice— no muestra
comprensión y compasión. Pero, en realidad, la maternidad de la Iglesia no puede
separarse jamás de su misión docente, que ella debe realizar siempre como esposa
fiel de Cristo, que es la verdad en persona: «Como Maestra, no se cansa de
proclamar la norma moral... De tal norma la Iglesia no es ciertamente ni la
autora ni el árbitro. En obediencia a la verdad que es Cristo, cuya imagen se
refleja en la naturaleza y en la dignidad de la persona humana, la Iglesia
interpreta la norma moral y la propone a todos los hombres de buena voluntad,
sin esconder las exigencias de radicalidad y de perfección» 149.
En realidad, la verdadera comprensión y la genuina compasión deben significar
amor a la persona, a su verdadero bien, a su libertad auténtica. Y esto no se
da, ciertamente, escondiendo o debilitando la verdad moral, sino proponiéndola
con su profundo significado de irradiación de la sabiduría eterna de Dios,
recibida por medio de Cristo, y de servicio al hombre, al crecimiento de su
libertad y a la búsqueda de su felicidad 150.
Al mismo tiempo, la presentación límpida y vigorosa de la verdad moral no puede
prescindir nunca de un respeto profundo y sincero —animado por el amor paciente
y confiado—, del que el hombre necesita siempre en su camino moral,
frecuentemente trabajoso debido a dificultades, debilidades y situaciones
dolorosas. La Iglesia, que jamás podrá renunciar al «principio de la verdad y de
la coherencia, según el cual no acepta llamar bien al mal y mal al bien» 151, ha
de estar siempre atenta a no quebrar la caña cascada ni apagar el pabilo
vacilante (cf. Is 42, 3). El Papa Pablo VI ha escrito: «No disminuir en nada la
doctrina salvadora de Cristo es una forma eminente de caridad hacia las almas.
Pero ello ha de ir acompañado siempre con la paciencia y la bondad de la que el
Señor mismo ha dado ejemplo en su trato con los hombres. Al venir no para juzgar
sino para salvar (cf. Jn 3, 17), Él fue ciertamente intransigente con el mal,
pero misericordioso hacia las personas» 152.
96. La firmeza de la Iglesia en defender las normas morales universales e
inmutables no tiene nada de humillante. Está sólo al servicio de la verdadera
libertad del hombre. Dado que no hay libertad fuera o contra la verdad, la
defensa categórica —esto es, sin concesiones o compromisos—, de las exigencias
absolutamente irrenunciables de la dignidad personal del hombre, debe
considerarse camino y condición para la existencia misma de la libertad.
Este servicio está dirigido a cada hombre, considerado en la unicidad e
irrepetibilidad de su ser y de su existir. Sólo en la obediencia a las normas
morales universales el hombre halla plena confirmación de su unicidad como
persona y la posibilidad de un verdadero crecimiento moral. Precisamente por
esto, dicho servicio está dirigido a todos los hombres; no sólo a los
individuos, sino también a la comunidad, a la sociedad como tal. En efecto,
estas normas constituyen el fundamento inquebrantable y la sólida garantía de
una justa y pacífica convivencia humana, y por tanto de una verdadera
democracia, que puede nacer y crecer solamente si se basa en la igualdad de
todos sus miembros, unidos en sus derechos y deberes. Ante las normas morales
que prohíben el mal intrínseco no hay privilegios ni excepciones para nadie. No
hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los
miserables de la tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente
iguales.
97. De este modo, las normas morales, y en primer lugar las negativas, que
prohíben el mal, manifiestan su significado y su fuerza personal y social.
Protegiendo la inviolable dignidad personal de cada hombre, ayudan a la
conservación misma del tejido social humano y a su desarrollo recto y fecundo.
En particular, los mandamientos de la segunda tabla del Decálogo, recordados
también por Jesús al joven del evangelio (cf. Mt 19, 18), constituyen las reglas
primordiales de toda vida social.
Estos mandamientos están formulados en términos generales. Pero el hecho de que
«el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe
ser la persona humana» 153, permite precisarlos y explicitarlos en un código de
comportamiento más detallado. En ese sentido, las reglas morales fundamentales
de la vida social comportan unas exigencias determinadas a las que deben
atenerse tanto los poderes públicos como los ciudadanos. Más allá de las
intenciones, a veces buenas, y de las circunstancias, a menudo difíciles, las
autoridades civiles y los individuos jamás están autorizados a transgredir los
derechos fundamentales e inalienables de la persona humana. Por lo cual, sólo
una moral que reconozca normas válidas siempre y para todos, sin ninguna
excepción, puede garantizar el fundamento ético de la convivencia social, tanto
nacional como internacional.
La moral y la renovación de la vida social y política
98. Ante las graves formas de injusticia social y económica, así como de
corrupción política que padecen pueblos y naciones enteras, aumenta la indignada
reacción de muchísimas personas oprimidas y humilladas en sus derechos humanos
fundamentales, y se difunde y agudiza cada vez másla necesidad de una radical
renovación personal y social capaz de asegurar justicia, solidaridad, honestidad
y transparencia.
Ciertamente, es largo y fatigoso el camino que hay que recorrer; muchos y
grandes son los esfuerzos por realizar para que pueda darse semejante
renovación, incluso por las causas múltiples y graves que generan y favorecen
las situaciones de injusticia presentes hoy en el mundo. Pero, como enseñan la
experiencia y la historia de cada uno, no es difícil encontrar, en el origen de
estas situaciones, causas propiamente culturales, relacionadas con una
determinada visión del hombre, de la sociedad y del mundo. En realidad, en el
centro de la cuestión cultural está el sentido moral, que a su vez se fundamenta
y se realiza en el sentido religioso 154.
99. Sólo Dios, el Bien supremo, es la base inamovible y la condición
insustituible de la moralidad, y por tanto de los mandamientos, en particular
los negativos, que prohíben siempre y en todo caso el comportamiento y los actos
incompatibles con la dignidad personal de cada hombre. Así, el Bien supremo y el
bien moral se encuentran en la verdad: la verdad de Dios Creador y Redentor, y
la verdad del hombre creado y redimido por él. Únicamente sobre esta verdad es
posible construir una sociedad renovada y resolver los problemas complejos y
graves que la afectan, ante todo el de vencer las formas más diversas de
totalitarismo para abrir el camino a la auténtica libertad de la persona. «El
totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe
una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena
identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones
justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación, los
contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad
trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el
extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia
opinión, sin respetar los derechos de los demás... La raíz del totalitarismo
moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de
la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto,
sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, ni el grupo,
ni la clase social, ni la nación, ni el Estado. No puede hacerlo tampoco la
mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría, marginándola,
oprimiéndola, explotándola o incluso intentando destruirla» 155.
Por esto, la relación inseparable entre verdad y libertad —que expresa el
vínculo esencial entre la sabiduría y la voluntad de Dios— tiene un significado
de suma importancia para la vida de las personas en el ámbito socioeconómico y
sociopolítico, tal y como emerge de la doctrina social de la Iglesia —la cual
«pertenece al ámbito... de la teología y especialmentede la teología moral»
156,— y de su presentación de los mandamientos que regulan la vida social,
económica y política, con relación no sólo a actitudes generales sino también a
precisos y determinados comportamientos y actos concretos.
100. A este respecto, el Catecismo de la Iglesia católica, después de afirmar:
«en materia económica el respeto de la dignidad humana exige la práctica de la
virtud de la templanza, para moderar el apego a los bienes de este mundo; de la
virtud de la justicia, para preservar los derechos del prójimo y darle lo que le
es debido; y de la solidaridad, siguiendo la regla de oro y según la generosidad
del Señor, que "siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os
enriquecierais con su pobreza" (2 Co 8, 9)» 157, presenta una serie de
comportamientos y de actos que están en contraste con la dignidad humana: el
robo, el retener deliberadamente cosas recibidas como préstamo u objetos
perdidos, el fraude comercial (cf. Dt 25, 13-16), los salarios injustos (cf. Dt
24, 14-15; St 5, 4), la subida de precios especulando sobre la ignorancia y las
necesidades ajenas (cf.Am 8, 4-6), la apropiación y el uso privado de bienes
sociales de una empresa, los trabajos mal realizados, los fraudes fiscales, la
falsificación de cheques y de facturas, los gastos excesivos, el derroche, etc.
158. Y hay que añadir: «El séptimo mandamiento proscribe los actos o empresas
que, por una u otra razón, egoísta o ideológica, mercantil o totalitaria,
conducen a esclavizar seres humanos, a menospreciar su dignidad personal, a
comprarlos, a venderlos y a cambiarlos como mercancía. Es un pecado contra la
dignidad de las personas y sus derechos fundamentales reducirlos mediante la
violencia a la condición de objeto de consumo o a una fuente de beneficios. San
Pablo ordenaba a un amo cristiano que tratase a su esclavo cristiano "no como
esclavo, sino... como un hermano... en el Señor" (Flm 16)» 159.
101. En el ámbito político se debe constatar que la veracidad en las relaciones
entre gobernantes y gobernados; la transparencia en la administración pública;
la imparcialidad en el servicio de la cosa pública; el respeto de los derechos
de los adversarios políticos; la tutela de los derechos de los acusados contra
procesos y condenas sumarias; el uso justo y honesto del dinero público; el
rechazo de medios equívocos o ilícitos para conquistar, mantener o aumentar a
cualquier costo el poder, son principios que tienen su base fundamental —así
como su urgencia singular— en el valor trascendente de la persona y en las
exigencias morales objetivas de funcionamiento de los Estados 160. Cuando no se
observan estos principios, se resiente el fundamento mismo de la convivencia
política y toda la vida social se ve progresivamente comprometida, amenazada y
abocada a su disolución (cf. Sal 14, 3-4; Ap 18, 2-3. 9-24). Después de la
caída, en muchos países, de las ideologías que condicionaban la política a una
concepción totalitaria del mundo —la primera entre ellas el marxismo—, existe
hoy un riesgo no menos grave debido a la negación de los derechos fundamentales
de la persona humana y a la absorción en la política de la misma inquietud
religiosa que habita en el corazón de todo ser humano: es el riesgo de la
alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil
cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del
reconocimiento de la verdad. En efecto, «si no existe una verdad última —que
guíe y oriente la acción política—, entonces las ideas y las convicciones
humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una
democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o
encubierto, como demuestra la historia» 161.
Así, en cualquier campo de la vida personal, familiar, social y política, la
moral —que se basa en la verdad y que a través de ella se abre a la auténtica
libertad— ofrece un servicio original, insustituible y de enorme valor no sólo
para cada persona y para su crecimiento en el bien, sino también para la
sociedad y su verdadero desarrollo.
Gracia y obediencia a la ley
de Dios
102. Incluso en las situaciones más difíciles, el hombre debe observar la norma
moral para ser obediente al sagrado mandamiento de Dios y coherente con la
propia dignidad personal. Ciertamente, la armonía entre libertad y verdad
postula, a veces, sacrificios no comunes y se conquista con un alto precio:
puede conllevar incluso el martirio. Pero, como demuestra la experiencia
universal y cotidiana, el hombre se ve tentado a romper esta armonía: «No hago
lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco... No hago el bien que quiero,
sino que obro el mal que no quiero» (Rm 7, 15. 19).
¿De dónde proviene, en última instancia, esta división interior del hombre? Éste
inicia su historia de pecado cuando deja de reconocer al Señor como a su
Creador, y quiere ser él mismo quien decide, con total independencia, sobre lo
que es bueno y lo que es malo. «Seréis como dioses, conocedores del bien y del
mal» (Gn 3, 5): ésta es la primera tentación, de la que se hacen eco todas las
demás tentaciones a las que el hombre está inclinado a ceder por las heridas de
la caída original.
Pero las tentaciones se pueden vencer y los pecados se pueden evitar porque,
junto con los mandamientos, el Señor nos da la posibilidad de observarlos: «Sus
ojos están sobre los que le temen, él conoce todas las obras del hombre. A nadie
ha mandado ser impío, a nadie ha dado licencia de pecar» (Si 15, 19-20). La
observancia de la ley de Dios, en determinadas situaciones, puede ser difícil,
muy difícil: sin embargo jamás es imposible. Ésta es una enseñanza constante de
la tradición de la Iglesia, expresada así por el concilio de Trento: «Nadie
puede considerarse desligado de la observancia de los mandamientos, por muy
justificado que esté; nadie puede apoyarse en aquel dicho temerario y condenado
por los Padres: que los mandamientos de Dios son imposibles de cumplir por el
hombre justificado. "Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar
lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas" y te
ayuda para que puedas. "Sus mandamientos no son pesados" (1 Jn 5, 3), "su yugo
es suave y su carga ligera" (Mt 11, 30)»162.
103. El ámbito espiritual de la esperanza siempre está abierto al hombre, con la
ayuda de la gracia divina y con la colaboración de la libertad humana.
Es en la cruz salvífica de Jesús, en el don del Espíritu Santo, en los
sacramentos que brotan del costado traspasado del Redentor (cf. Jn 19, 34),
donde el creyente encuentra la gracia y la fuerza para observar siempre la ley
santa de Dios, incluso en medio de las dificultades más graves. Como dice san
Andrés de Creta, la ley misma «fue vivificada por la gracia y puesta a su
servicio en una composición armónica y fecunda. Cada una de las dos conservó sus
características sin alteraciones y confusiones. Sin embargo, la ley, que antes
era un peso gravoso y una tiranía, se convirtió, por obra de Dios, en peso
ligero y fuente de libertad» 163.
Sólo en el misterio de la Redención de Cristo están las posibilidades
«concretas» del hombre.«Sería un error gravísimo concluir... que la norma
enseñada por la Iglesia es en sí misma un "ideal" que ha de ser luego adaptado,
proporcionado, graduado a las —se dice— posibilidades concretas del hombre:
según un "equilibrio de los varios bienes en cuestión". Pero, ¿cuáles son las
"posibilidades concretas del hombre"? ¿Y de qué hombre se habla? ¿Del hombre
dominado por la concupiscencia, o del redimido por Cristo? Porque se trata de
esto: de la realidad de la redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto
significa que él nos ha dado la posibilidad de realizar todala verdad de nuestro
ser; ha liberado nuestra libertad del dominio de la concupiscencia. Y si el
hombre redimido sigue pecando, esto no se debe a la imperfección del acto
redentor de Cristo, sino a lavoluntad del hombre de substraerse a la gracia que
brota de ese acto. El mandamiento de Dios ciertamente está proporcionado a las
capacidades del hombre: pero a las capacidades del hombre a quien se ha dado el
Espíritu Santo; del hombre que, aunque caído en el pecado, puede obtener siempre
el perdón y gozar de la presencia del Espíritu» 164.
104. En este contexto se abre el justo espacio a la misericordia de Dios por el
pecador que se convierte, y a la comprensión por la debilidad humana. Esta
comprensión jamás significa comprometer y falsificar la medida del bien y del
mal para adaptarla a las circunstancias. Mientras es humano que el hombre,
habiendo pecado, reconozca su debilidad y pida misericordia por las propias
culpas, en cambio es inaceptable la actitud de quien hace de su propia debilidad
el criterio de la verdad sobre el bien, de manera que se puede sentir
justificado por sí mismo, incluso sin necesidad de recurrir a Dios y a su
misericordia. Semejante actitud corrompe la moralidad de la sociedad entera,
porque enseña a dudar de la objetividad de la ley moral en general y a rechazar
las prohibiciones morales absolutas sobre determinados actos humanos, y termina
por confundir todos los juicios de valor.
En cambio, debemos recoger el mensaje contenido en la parábola evangélica del
fariseo y el publicano (cf. Lc 18, 9-14). El publicano quizás podía tener alguna
justificación por los pecados cometidos, que disminuyera su responsabilidad.
Pero su petición no se limita solamente a estas justificaciones, sino que se
extiende también a su propia indignidad ante la santidad infinita de Dios: «¡Oh
Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador» (Lc 18, 13). En cambio, el fariseo
se justifica él solo, encontrando quizás una excusa para cada una de sus faltas.
Nos encontramos, pues, ante dos actitudes diferentes de la conciencia moral del
hombre de todos los tiempos. El publicano nos presenta una conciencia penitente
que es plenamente consciente de la fragilidad de la propia naturaleza y que ve
en las propias faltas, cualesquiera que sean las justificaciones subjetivas, una
confirmación del propio ser necesitado de redención. El fariseo nos presenta una
concienciasatisfecha de sí misma, que cree que puede observar la ley sin la
ayuda de la gracia y está convencida de no necesitar la misericordia.
105. Se pide a todos gran vigilancia para no dejarse contagiar por la actitud
farisaica, que pretende eliminar la conciencia del propio límite y del propio
pecado, y que hoy se manifiesta particularmente con el intento de adaptar la
norma moral a las propias capacidades y a los propios intereses, e incluso con
el rechazo del concepto mismo de norma. Al contrario, aceptar ladesproporción
entre ley y capacidad humana, o sea, la capacidad de las solas fuerzas morales
del hombre dejado a sí mismo, suscita el deseo de la gracia y predispone a
recibirla. «¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?», se
pregunta san Pablo. Y con una confesión gozosa y agradecida responde: «¡Gracias
sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!» (Rm 7, 24-25).
Encontramos la misma conciencia en esta oración de san Ambrosio de Milán: «Nada
vale el hombre, si tú no lo visitas. No olvides a quien es débil; acuérdate, oh
Señor, que me has hecho débil, que me has plasmado del polvo. ¿Cómo podré
sostenerme si tú no me miras sin cesar para fortalecer esta arcilla, de modo que
mi consistencia proceda de tu rostro? Si escondes tu rostro, todo perece
(Sal103, 29): si tú me miras, ¡pobre de mí! En mí no verás más que
contaminaciones de delitos; no es ventajoso ser abandonados ni ser vistos,
porque, en el acto de ser vistos, somos motivo de disgusto.
Sin embargo, podemos pensar que Dios no rechaza a quienes ve, porque purifica a
quienes mira. Ante él arde un fuego que quema la culpa (cf. Jl 2, 3)» 165.
Moral y nueva evangelización
106. La evangelización es el desafío más perentorio y exigente que la Iglesia
está llamada a afrontar desde su origen mismo. En realidad, este reto no lo
plantean sólo las situaciones sociales y culturales, que la Iglesia encuentra a
lo largo de la historia, sino que está contenido en el mandato de Jesús
resucitado, que define la razón misma de la existencia de la Iglesia: «Id por
todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la creación» (Mc 16, 15).
El momento que estamos viviendo —al menos en no pocas sociedades—, es más bien
el de un formidable desafío a la nueva evangelización, es decir, al anuncio del
Evangelio siempre nuevo y siempre portador de novedad, una evangelización que
debe ser «nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión» 166. La
descristianización, que grava sobre pueblos enteros y comunidades en otro tiempo
ricos de fe y vida cristiana, no comporta sólo la pérdida de la fe o su falta de
relevancia para la vida, sino también y necesariamente una decadencia u
oscurecimiento del sentido moral: y esto ya sea por la disolución de la
conciencia de la originalidad de la moral evangélica, ya sea por el eclipse de
los mismos principios y valores éticos fundamentales. Las tendencias
subjetivistas, utilitaristas y relativistas, hoy ampliamente difundidas, se
presentan no simplemente como posiciones pragmáticas, como usanzas, sino como
concepciones consolidadas desde el punto de vista teórico, que reivindican una
plena legitimidad cultural y social.
107. La evangelización —y por tanto la «nueva evangelización»— comporta también
el anuncio y la propuesta moral. Jesús mismo, al predicar precisamente el reino
de Dios y su amor salvífico, ha hecho una llamada a la fe y a la conversión (cf.
Mc 1, 15). Y Pedro con los otros Apóstoles, anunciando la resurrección de Jesús
de Nazaret de entre los muertos, propone una vida nueva que hay que vivir, un
camino que hay que seguir para ser discípulo del Resucitado (cf. Hch 2, 37-41;
3, 17-20).
De la misma manera —y más aún— que para las verdades de fe, la nueva
evangelización, que propone los fundamentos y contenidos de la moral cristiana,
manifiesta su autenticidad y, al mismo tiempo, difunde toda su fuerza misionera
cuando se realiza a través del don no sólo de la palabra anunciada sino también
de la palabra vivida. En particular, es la vida de santidad, que resplandece en
tantos miembros del pueblo de Dios frecuentemente humildes y escondidos a los
ojos de los hombres, la que constituye el camino más simple y fascinante en el
que se nos concede percibir inmediatamente la belleza de la verdad, la fuerza
liberadora del amor de Dios, el valor de la fidelidad incondicional a todas las
exigencias de la ley del Señor, incluso en las circunstancias más difíciles. Por
esto, la Iglesia, en su sabia pedagogía moral, ha invitado siempre a los
creyentes a buscar y a encontrar en los santos y santas, y en primer lugar en la
Virgen Madre de Dios llena de gracia ytoda santa, el modelo, la fuerza y la
alegría para vivir una vida según los mandamientos de Dios y las
bienaventuranzas del Evangelio.
La vida de los santos, reflejo de la bondad de Dios —del único que es «Bueno»—,
no solamente constituye una verdadera confesión de fe y un impulso para su
comunicación a los otros, sino también una glorificación de Dios y de su
infinita santidad. La vida santa conduce así a plenitud de expresión y actuación
el triple y unitario «munus propheticum, sacerdotale et regale» que cada
cristiano recibe como don en su renacimiento bautismal «de agua y de Espíritu» (Jn
3, 5). Su vida moral posee el valor de un «culto espiritual» (Rm 12, 1; cf. Flp
3, 3) que nace y se alimenta de aquella inagotable fuente de santidad y
glorificación de Dios que son los sacramentos, especialmente la Eucaristía; en
efecto, participando en el sacrificio de la cruz, el cristiano comulga con el
amor de entrega de Cristo y se capacita y compromete a vivir esta misma caridad
en todas sus actitudes y comportamientos de vida. En la existencia moral se
revela y se realiza también el efectivo servicio del cristiano: cuanto más
obedece con la ayuda de la gracia a la ley nueva del Espíritu Santo, tanto más
crece en la libertad a la cual está llamado mediante el servicio de la verdad,
la caridad y la justicia.
108. En la raíz de la nueva evangelización y de la vida moral nueva, que ella
propone y suscita en sus frutos de santidad y acción misionera, está el Espíritu
de Cristo, principio y fuerza de la fecundidad de la santa Madre Iglesia, como
nos recuerda Pablo VI: «No habrá nunca evangelización posible sin la acción del
Espíritu Santo»167. Al Espíritu de Jesús, acogido por el corazón humilde y dócil
del creyente, se debe, por tanto, el florecer de la vida moral cristiana y el
testimonio de la santidad en la gran variedad de las vocaciones, de los dones,
de las responsabilidades y de las condiciones y situaciones de vida. Es el
Espíritu Santo —afirmaba ya Novaciano, expresando de esta forma la fe auténtica
de la Iglesia— «aquel que ha dado firmeza a las almas y a las mentes de los
discípulos, aquel que ha iluminado en ellos las cosas divinas; fortalecidos por
él, los discípulos no tuvieron temor ni de las cárceles ni de las cadenas por el
nombre del Señor; más aún, despreciaron a los mismos poderes y tormentos del
mundo, armados ahora y fortalecidos por medio de él, teniendo en sí los dones
que este mismo Espíritu dona y envía como alhajas a la Iglesia, esposa de
Cristo. En efecto, es él quien suscita a los profetas en la Iglesia, instruye a
los maestros, sugiere las palabras, realiza prodigios y curaciones, produce
obras admirables, concede el discernimiento de los espíritus, asigna las tareas
de gobierno, inspira los consejos, reparte y armoniza cualquier otro don
carismático y, por esto, perfecciona completamente, por todas partes y en todo,
a la Iglesia del Señor» 168.
En el contexto vivo de esta nueva evangelización, destinada a generar y a nutrir
«la fe que actúa por la caridad» (Ga 5, 6) y en relación con la obra del
Espíritu Santo, podemos comprender ahora el puesto que en la Iglesia, comunidad
de los creyentes, corresponde a la reflexión que la teología debe desarrollar
sobre la vida moral, de la misma manera que podemos presentar la misión y
responsabilidad propia de los teólogos moralistas.
El servicio de los teólogos moralistas
109. Toda la Iglesia, partícipe del «munus propheticum» del Señor Jesús mediante
el don de su Espíritu, está llamada a la evangelización y al testimonio de una
vida de fe. Gracias a la presencia permanente en ella del Espíritu de verdad
(cf. Jn 14, 16-17), «la totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo
(cf. 1 Jn 2, 20. 27) no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa
peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el
pueblo cuando "desde los obispos hasta los últimos fieles laicos" presta su
consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» 169.
Para cumplir su misión profética, la Iglesia debe despertar continuamente o
reavivar la propia vida de fe (cf. 2 Tm 1, 6), en especial mediante una
reflexión cada vez más profunda, bajo la guía del Espíritu Santo, sobre el
contenido de la fe misma. Es al servicio de esta «búsqueda creyente de la
comprensión de la fe» donde se sitúa, de modo específico, la vocación del
teólogo en la Iglesia:«Entre las vocaciones suscitadas por el Espíritu en la
Iglesia —leemos en la Instrucción Donum veritatis— se distingue la del teólogo,
que tiene la función especial de lograr, en comunión con el Magisterio, una
comprensión cada vez más profunda de la palabra de Dios contenida en la
Escritura inspirada y transmitida por la Tradición viva de la Iglesia. Por su
propia naturaleza, la fe interpela la inteligencia, porque descubre al hombre la
verdad sobre su destino y el camino para alcanzarlo. Aunque la verdad revelada
supere nuestro modo de hablar y nuestros conceptos sean imperfectos frente a su
insondable grandeza (cf. Ef 3, 19), sin embargo, invita a nuestra razón —don de
Dios otorgado para captar la verdad— a entrar en el ámbito de su luz,
capacitándola así para comprender en cierta medida lo que ha creído. La ciencia
teológica, que busca la inteligencia de la fe respondiendo a la invitación de la
voz de la verdad, ayuda al pueblo de Dios, según el mandamiento del apóstol (cf.
1 P 3, 15), a dar cuenta de su esperanza a aquellos que se lo piden» 170.
Para definir la identidad misma y, por consiguiente, realizar la misión propia
de la teología, es fundamental reconocer su íntimo y vivo nexo con la Iglesia,
su misterio, su vida y misión: «La teología es ciencia eclesial, porque crece en
la Iglesia y actúa en la Iglesia... Está al servicio de la Iglesia y por lo
tanto debe sentirse dinámicamente inserta en la misión de la Iglesia,
especialmente en su misión profética» 171. Por su naturaleza y dinamismo, la
teología auténtica sólo puede florecer y desarrollarse mediante una convencida y
responsable participación y pertenencia a la Iglesia, comocomunidad de fe, de la
misma manera que el fruto de la investigación y la profundización teológica
vuelve a esta misma Iglesia y a su vida de fe.
110. Cuanto se ha dicho hasta ahora acerca de la teología en general, puede y
debe ser propuesto de nuevo para la teología moral, entendida en su
especificidad de reflexión científica sobre elEvangelio como don y mandamiento
de vida nueva, sobre la vida según «la verdad en el amor» (Ef 4, 15), sobre la
vida de santidad de la Iglesia, o sea, sobre la vida en la que resplandece la
verdad del bien llevado hasta su perfección. No sólo en el ámbito de la fe, sino
también y de modo inseparable en el ámbito de la moral, interviene el Magisterio
de la Iglesia, cuyo cometido es «discernir, por medio de juicios normativos para
la conciencia de los fieles, los actos que en sí mismos son conformes a las
exigencias de la fe y promueven su expresión en la vida, como también aquellos
que, por el contrario, por su malicia son incompatibles con estas exigencias»
172. Predicando los mandamientos de Dios y la caridad de Cristo, el Magisterio
de la Iglesia enseña también a los fieles los preceptos particulares y
determinados, y les pide considerarlos como moralmente obligatorios en
conciencia. Además, desarrolla una importante tarea de vigilancia, advirtiendo a
los fieles de la presencia de eventuales errores, incluso sólo implícitos,
cuando la conciencia de los mismos no logra reconocer la exactitud y la verdad
de las reglas morales que enseña el Magisterio.
Se inserta aquí la función específica de cuantos por mandato de los legítimos
pastores enseñan teología moral en los seminarios y facultades teológicas.
Tienen el grave deber de instruir a los fieles —especialmente a los futuros
pastores— acerca de todos los mandamientos y las normas prácticas que la Iglesia
declara con autoriad 173. No obstante los eventuales límites de las
argumentaciones humanas presentadas por el Magisterio, los teólogos moralistas
están llamados a profundizar las razones de sus enseñanzas, a ilustrar los
fundamentos de sus preceptos y su obligatoriedad, mostrando su mutua conexión y
la relación con el fin último del hombre 174. Compete a los teólogos moralistas
exponer la doctrina de la Iglesia y dar, en el ejercicio de su ministerio, el
ejemplo de un asentimiento leal, interno y externo, a la enseñanza del
Magisterio sea en el campo del dogma como en el de la moral 175. Uniendo sus
fuerzas para colaborar con el Magisterio jerárquico, los teólogos se empeñarán
por clarificar cada vez mejor los fundamentos bíblicos, los significados éticos
y las motivaciones antropológicas que sostienen la doctrina moral y la visión
del hombre propuestas por la Iglesia.
111. El servicio que los teólogos moralistas están llamados a ofrecer en la hora
presente es de importancia primordial, no sólo para la vida y la misión de la
Iglesia, sino también para la sociedad y la cultura humana. Compete a ellos, en
conexión íntima y vital con la teología bíblica y dogmática, subrayar en la
reflexión científica «el aspecto dinámico que ayuda a resaltar la respuesta que
el hombre debe dar a la llamada divina en el proceso de su crecimiento en el
amor, en el seno de una comunidad salvífica. De esta forma, la teología moral
alcanzará una dimensión espiritual interna, respondiendo a las exigencias de
desarrollo pleno de la "imago Dei" que está en el hombre, y a las leyes del
proceso espiritual descrito en la ascética y mística cristianas» 176.
Ciertamente, la teología moral y su enseñanza se encuentran hoy ante una
dificultad particular. Puesto que la doctrina moral de la Iglesia implica
necesariamente una dimensión normativa, la teología moral no puede reducirse a
un saber elaborado sólo en el contexto de las así llamadas ciencias humanas.
Mientras éstas se ocupan del fenómeno de la moralidad como hecho histórico y
social, la teología moral, aun sirviéndose necesariamente también de los
resultados de las ciencias del hombre y de la naturaleza, no está en absoluto
subordinada a los resultados de las observaciones empírico-formales o de la
comprensión fenomenológica. En realidad, la pertinencia de las ciencias humanas
en teología moral siempre debe ser valorada con relación a la pregunta
primigenia: ¿Qué es el bien o el mal? ¿Qué hacer para obtener la vida eterna?
112. El teólogo moralista debe aplicar, por consiguiente, el discernimiento
necesario en el contexto de la cultura actual, prevalentemente científica y
técnica, expuesta al peligro del pragmatismo y del positivismo. Desde el punto
de vista teológico, los principios morales no son dependientes del momento
histórico en el que vienen a la luz. El hecho de que algunos creyentes actúen
sin observar las enseñanzas del Magisterio o, erróneamente, consideren su
conducta como moralmente justa cuando es contraria a la ley de Dios declarada
por sus pastores, no puede constituir un argumento válido para rechazar la
verdad de las normas morales enseñadas por la Iglesia. La afirmación de los
principios morales no es competencia de los métodos empírico-formales. La
teología moral, fiel al sentido sobrenatural de la fe, sin rechazar la validez
de tales métodos, —pero sin limitar tampoco a ellos su perspectiva—, mira sobre
todo a la dimensión espiritual del corazón humano y su vocación al amor divino.
En efecto, mientras las ciencias humanas, como todas las ciencias
experimentales, parten de un concepto empírico y estadístico de «normalidad», la
fe enseña que esta normalidad lleva consigo las huellas de una caída del hombre
desde su condición originaria, es decir, está afectada por el pecado. Sólo la fe
cristiana enseña al hombre el camino del retorno «al principio» (cf. Mt 19, 8),
un camino que con frecuencia es bien diverso del de la normalidad empírica. En
este sentido, las ciencias humanas, no obstante todos los conocimientos de gran
valor que ofrecen, no pueden asumir la función de indicadores decisivos de las
normas morales. El Evangelio es el que revela la verdad integral sobre el hombre
y sobre su camino moral y, de esta manera, instruye y amonesta a los pecadores,
y les anuncia la misericordia divina, que actúa incesantemente para preservarlos
tanto de la desesperación de no poder conocer y observar plenamente la ley
divina, cuanto de la presunción de poderse salvar sin mérito. Además, les
recuerda la alegría del perdón, sólo el cual da la fuerza para reconocer una
verdad liberadora en la ley divina, una gracia de esperanza, un camino de vida.
113. La enseñanza de la doctrina moral implica la asunción consciente de estas
responsabilidades intelectuales, espirituales y pastorales. Por esto, los
teólogos moralistas, que aceptan la función de enseñar la doctrina de la
Iglesia, tienen el grave deber de educar a los fieles en este discernimiento
moral, en el compromiso por el verdadero bien y en el recurrir confiadamente a
la gracia divina.
Si la convergencia y los conflictos de opinión pueden constituir expresiones
normales de la vida pública en el contexto de una democracia representativa, la
doctrina moral no puede depender ciertamente del simple respeto de un
procedimiento; en efecto, ésta no viene determinada en modo alguno por las
reglas y formas de una deliberación de tipo democrático. El disenso, mediante
contestaciones calculadas y de polémicas a través de los medios de comunicación
social, es contrario a la comunión eclesial y a la recta comprensión de la
constitución jerárquica del pueblo de Dios. En la oposición a la enseñanza de
los pastores no se puede reconocer una legítima expresión de la libertad
cristiana ni de las diversidades de los dones del Espíritu Santo. En este caso,
los pastores tienen el deber de actuar de conformidad con su misión apostólica,
exigiendo que sea respetado siempre el derecho de los fieles a recibir la
doctrina católica en su pureza e integridad: «El teólogo, sin olvidar jamás que
también es un miembro del pueblo de Dios, debe respetarlo y comprometerse a
darle una enseñanza que no lesione en lo más mínimo la doctrina de la fe» 177.
Nuestras responsabilidades como pastores
114. La responsabilidad de la fe y la vida de fe del pueblo de Dios pesa de
forma peculiar y propia sobre los pastores, como nos recuerda el concilio
Vaticano II: «Entre las principales funciones de los obispos destaca el anuncio
del Evangelio. En efecto, los obispos son los predicadores del Evangelio que
llevan nuevos discípulos a Cristo. Son también los maestros auténticos, por
estar dotados de la autoridad de Cristo. Predican al pueblo que tienen confiado
la fe que hay que creer y que hay que llevar a la práctica y la iluminan con la
luz del Espíritu Santo. Sacando del tesoro de la Revelación lo nuevo y lo viejo
(cf. Mt 13, 52), hacen que dé frutos y con su vigilancia alejan los errores que
amenazan a su rebaño (cf. 2 Tm 4, 1-4)» 178.
Nuestro común deber, y antes aún nuestra común gracia, es enseñar a los fieles,
como pastores y obispos de la Iglesia, lo que los conduce por el camino de Dios,
de la misma manera que el Señor Jesús hizo un día con el joven del evangelio.
Respondiendo a su pregunta: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir vida
eterna?», Jesús remitió a Dios, Señor de la creación y de la Alianza; recordó
los mandamientos morales, ya revelados en el Antiguo Testamento; indicó su
espíritu y su radicalidad, invitando a su seguimiento en la pobreza, la humildad
y el amor: «Ven, y sígueme». La verdad de esta doctrina tuvo su culmen en la
cruz con la sangre de Cristo: se convirtió, por el Espíritu Santo, en la ley
nueva de la Iglesia y de todo cristiano.
Esta respuesta a la pregunta moral Jesucristo la confía de modo particular a
nosotros, pastores de la Iglesia, llamados a hacerla objeto de nuestra
enseñanza, mediante el cumplimiento de nuestro«munus propheticum». Al mismo
tiempo, nuestra responsabilidad de pastores, ante la doctrina moral cristiana,
debe ejercerse también bajo la forma del «munus sacerdotale»: esto ocurre cuando
dispensamos a los fieles los dones de gracia y santificación como medios para
obedecer a la ley santa de Dios, y cuando con nuestra oración constante y
confiada sostenemos a los creyentes para que sean fieles a las exigencias de la
fe y vivan según el Evangelio (cf. Col 1, 9-12). La doctrina moral cristiana
debe constituir, sobre todo hoy, uno de los ámbitos privilegiados de nuestra
vigilancia pastoral, del ejercicio de nuestro «munus regale».
115. En efecto, es la primera vez que el Magisterio de la Iglesia expone con
cierta amplitud los elementos fundamentales de esa doctrina, presentando las
razones del discernimiento pastoral necesario en situaciones prácticas y
culturales complejas y hasta críticas.
A la luz de la Revelación y de la enseñanza constante de la Iglesia y
especialmente del concilio Vaticano II, he recordado brevemente los rasgos
esenciales de la libertad, los valores fundamentales relativos a la dignidad de
la persona y a la verdad de sus actos, hasta el punto de poder reconocer, al
obedecer a la ley moral, una gracia y un signo de nuestra adopción en el Hijo
único (cf. Ef 1, 4-6). Particularmente, con esta encíclica se proponen
valoraciones sobre algunas tendencias actuales en la teología moral. Las doy a
conocer ahora, en obediencia a la palabra del Señor que ha confiado a Pedro el
encargo de confirmar a sus hermanos (cf. Lc 22, 32), para iluminar y ayudar
nuestro común discernimiento.
Cada uno de nosotros conoce la importancia de la doctrina que representa el
núcleo de las enseñanzas de esta encíclica y que hoy volvemos a recordar con la
autoridad del sucesor de Pedro. Cada uno de nosotros puede advertir la gravedad
de cuanto está en juego, no sólo para cada persona sino también para toda la
sociedad, con la reafirmación de la universalidad e inmutabilidad de los
mandamientos morales y, en particular, de aquellos que prohiben siempre y sin
excepción los actos intrínsecamente malos.
Al reconocer tales mandamientos, el corazón cristiano y nuestra caridad pastoral
escuchan la llamada de Aquel que «nos amó primero» (1 Jn 4, 19). Dios nos pide
ser santos como él es santo (cf. Lv 19, 2), ser perfectos —en Cristo— como él es
perfecto (cf. Mt 5, 48): la exigente firmeza del mandamiento se basa en el
inagotable amor misericordioso de Dios (cf. Lc 6, 36), y la finalidad del
mandamiento es conducirnos, con la gracia de Cristo, por el camino de la
plenitud de la vida propia de los hijos de Dios.
116. Como obispos, tenemos el deber de vigilar para que la palabra de Dios sea
enseñada fielmente. Forma parte de nuestro ministerio pastoral, amados hermanos
en el episcopado, vigilar sobre la transmisión fiel de esta enseñanza moral y
recurrir a las medidas oportunas para que los fieles sean preservados de
cualquier doctrina y teoría contraria a ello. A todos nos ayudan en esta tarea
los teólogos; sin embargo, las opiniones teológicas no constituyen la regla ni
la norma de nuestra enseñanza. Su autoridad deriva, con la asistencia del
Espíritu Santo y en comunión «cum Petro et sub Petro», de nuestra fidelidad a la
fe católica recibida de los Apóstoles. Como obispos tenemos la obligación grave
de vigilar personalmente para que la «sana doctrina» (1 Tm 1, 10) de la fe y la
moral sea enseñada en nuestras diócesis.
Una responsabilidad particular tienen los obispos en lo que se refiere a las
instituciones católicas.Ya se trate de organismos para la pastoral familiar o
social, o bien de instituciones dedicadas a la enseñanza o a los servicios
sanitarios, los obispos pueden erigir y reconocer estas estructuras y delegar en
ellas algunas responsabilidades; sin embargo, nunca están exonerados de sus
propias obligaciones. A ellos compete, en comunión con la Santa Sede, la función
de reconocer, o retirar en casos de grave incoherencia, el apelativo de
«católico» a escuelas 179, universidades 180 o clínicas, relacionadas con la
Iglesia.
117. En el corazón del cristiano, en el núcleo más secreto del hombre, resuena
siempre la pregunta que el joven del Evangelio dirigió un día a Jesús: «Maestro,
¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?» (Mt 19, 16). Pero es
necesario que cada uno la dirija al Maestro «bueno», porque es el único que
puede responder en la plenitud de la verdad, en cualquier situación, en las
circunstancias más diversas. Y cuando los cristianos le dirigen la pregunta que
brota de sus conciencias, el Señor responde con las palabras de la nueva alianza
confiada a su Iglesia. Ahora bien, como dice el Apóstol de sí mismo, nosotros
somos enviados «a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no
desvirtuar la cruz de Cristo» (1 Co 1, 17). Por esto, la respuesta de la Iglesia
a la pregunta del hombre tiene la sabiduría y la fuerza de Cristo crucificado,
la Verdad que se dona.
Cuando los hombres presentan a la Iglesia los interrogantes de su conciencia,
cuando los fieles se dirigen a los obispos y a los pastores, en su respuesta
está la voz de Jesucristo, la voz de la verdad sobre el bien y el mal. En la
palabra pronunciada por la Iglesia resuena, en lo íntimo de las personas, la voz
de Dios, el «único que es Bueno» (Mt 19, 17), único que «es Amor» (1 Jn 4, 8.
16).
En la unción del Espíritu, sus palabras suaves y exigentes se hacen luz y vida
para el hombre. El apóstol Pablo nos invita de nuevo a la confianza, porque
«nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una
nueva alianza, no de la letra, sino del Espíritu... El Señor es el Espíritu, y
donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad. Mas todos nosotros, que
con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos
vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como
actúa el Señor, que es Espíritu» (2 Co 3, 59. 17-18).
CONCLUSIÓN
María Madre de misericordia
118. Al concluir estas consideraciones, encomendamos a María, Madre de Dios y
Madre de misericordia, nuestras personas, los sufrimientos y las alegrías de
nuestra existencia, la vida moral de los creyentes y de los hombres de buena
voluntad, las investigaciones de los estudiosos de moral.
María es Madre de misericordia porque Jesucristo, su Hijo, es enviado por el
Padre como revelación de la misericordia de Dios (cf. Jn 3, 16-18). Él ha venido
no para condenar sino para perdonar, para derramar misericordia (cf. Mt 9, 13).
Y la misericordia mayor radica en su estar en medio de nosotros y en la llamada
que nos ha dirigido para encontrarlo y proclamarlo, junto con Pedro, como «el
Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Ningún pecado del hombre puede cancelar la
misericordia de Dios, ni impedirle poner en acto toda su fuerza victoriosa, con
tal de que la invoquemos. Más aún, el mismo pecado hace resplandecer con mayor
fuerza el amor del Padre que, para rescatar al esclavo, ha sacrificado a su Hijo
181: su misericordia para nosotros es redención. Esta misericordia alcanza la
plenitud con el don del Espíritu Santo, que genera y exige la vida nueva. Por
numerosos y grandes que sean los obstáculos opuestos por la fragilidad y el
pecado del hombre, el Espíritu, que renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104,
30), posibilita el milagro del cumplimiento perfecto del bien. Esta renovación,
que capacita para hacer lo que es bueno, noble, bello, grato a Dios y conforme a
su voluntad, es en cierto sentido el colofón del don de la misericordia, que
libera de la esclavitud del mal y da la fuerza para no volver a pecar. Mediante
el don de la vida nueva, Jesús nos hace partícipes de su amor y nos conduce al
Padre en el Espíritu.
119. Esta es la consoladora certeza de la fe cristiana, a la cual debe su
profunda humanidad y suextraordinaria sencillez. A veces, en las discusiones
sobre los nuevos y complejos problemas morales, puede parecer como si la moral
cristiana fuese en sí misma demasiado difícil: ardua para ser comprendida y casi
imposible de practicarse. Esto es falso, porque —en términos de sencillez
evangélica— consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el
abandonarse a él, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su
misericordia, que se alcanzan en la vida de comunión de su Iglesia. «Quien
quiera vivir —nos recuerda san Agustín—, tiene en donde vivir, tiene de donde
vivir. Que se acerque, que crea, que se deje incorporar para ser vivificado. No
rehuya la compañía de los miembros» 182. Con la luz del Espíritu, cualquier
persona puede entenderlo, incluso la menos erudita, sobre todo quien sabe
conservar un «corazón entero» (Sal 86, 11). Por otra parte, esta sencillez
evangélica no exime de afrontar la complejidad de la realidad, pero puede
conducir a su comprensión más verdadera porque el seguimiento de Cristo
clarificará progresivamente las características de la auténtica moralidad
cristiana y dará, al mismo tiempo, la fuerza vital para su realización. Vigilar
para que el dinamismo del seguimiento de Cristo se desarrolle de modo orgánico,
sin que sean falsificadas o soslayadas sus exigencias morales —con todas las
consecuencias que ello comporta— es tarea del Magisterio de la Iglesia. Quien
ama a Cristo observa sus mandamientos (cf. Jn 14, 15).
120. María es también Madre de misericordia porque Jesús le confía su Iglesia y
toda la humanidad. A los pies de la cruz, cuando acepta a Juan como hijo;
cuando, junto con Cristo, pide al Padre el perdón para los que no saben lo que
hacen (cf. Lc 23, 34), María, con perfecta docilidad al Espíritu, experimenta la
riqueza y universalidad del amor de Dios, que le dilata el corazón y la capacita
para abrazar a todo el género humano. De este modo, se nos entrega como Madre de
todos y de cada uno de nosotros. Se convierte en la Madre que nos alcanza la
misericordia divina.
María es signo luminoso y ejemplo preclaro de vida moral: «su vida es enseñanza
para todos», escribe san Ambrosio 183, que, dirigiéndose en especial a las
vírgenes, pero en un horizonte abierto a todos, afirma: «El primer deseo
ardiente de aprender lo da la nobleza del maestro. Y ¿quién es más noble que la
Madre de Dios o más espléndida que aquella que fue elegida por el mismo
Esplendor?»184. Vive y realiza la propia libertad entregándose a Dios y
acogiendo en sí el don de Dios. Hasta el momento del nacimiento, custodia en su
seno virginal al Hijo de Dios hecho hombre, lo nutre, lo hace crecer y lo
acompaña en aquel gesto supremo de libertad que es el sacrificio total de su
propia vida. Con el don de sí misma, María entra plenamente en el designio de
Dios, que se entrega al mundo. Acogiendo y meditando en su corazón
acontecimientos que no siempre puede comprender (cf. Lc 2, 19), se convierte en
el modelo de todos aquellos que escuchan la palabra de Dios y la cumplen (cf.Lc
11, 28) y merece el título de «Sede de la Sabiduría». Esta Sabiduría es
Jesucristo mismo, el Verbo eterno de Dios, que revela y cumple perfectamente la
voluntad del Padre (cf. Hb 10, 5-10).
María invita a todo ser humano a acoger esta Sabiduría. También nos dirige la
orden dada a los sirvientes en Caná de Galilea durante el banquete de bodas:
«Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5).
María comparte nuestra condición humana, pero con total transparencia a la
gracia de Dios. No habiendo conocido el pecado, está en condiciones de
compadecerse de toda debilidad. Comprende al hombre pecador y lo ama con amor de
Madre. Precisamente por esto se pone de parte de la verdad y comparte el peso de
la Iglesia en el recordar constantemente a todos las exigencias morales. Por el
mismo motivo, no acepta que el hombre pecador sea engañado por quien pretende
amarlo justificando su pecado, pues sabe que, de este modo, se vaciaría de
contenido el sacrificio de Cristo, su Hijo. Ninguna absolución, incluso la
ofrecida por complacientes doctrinas filosóficas o teológicas, puede hacer
verdaderamente feliz al hombre: sólo la cruz y la gloria de Cristo resucitado
pueden dar paz a su conciencia y salvación a su vida.
María,
Madre de misericordia,
cuida de todos para que no se haga inútil
la cruz de Cristo,
para que el hombre
no pierda el camino del bien,
no pierda la conciencia del pecado
y crezca en la esperanza en Dios,
«rico en misericordia» (Ef 2, 4),
para que haga libremente las buenas obras
que él le asignó (cf. Ef 2, 10)
y, de esta manera, toda su vida
sea «un himno a su gloria» (Ef 1, 12).
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 6 de agosto —fiesta de la Transfiguración
del Señor— del año 1993, décimo quinto de mi Pontificado.
________________________________________
1. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 22.
2. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 1.
3. Cf. ibid., 9.
4. Conc. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et
spes, 4.
5. Pablo VI, Alocución a la Asamblea general de las Naciones Unidas (4 octubre
1965), 1: AAS 57 (1965), 878; cf. Carta enc. Populorum progressio (26 marzo
1967), 13: AAS 59 (1967), 263-264).
6. Cf. Conc. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium
et spes, 33.
7. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 16.
8. Pío XII ya había puesto de relieve este desarrollo doctrinal: cf.
Radiomensaje en ocasión del cincuenta aniversario de la carta enc. Rerum novarum
de León XIII (1 junio 1941): ASS 33 (1941), 195-205. También Juan XXIII, Carta
enc. Mater et magistra (15 mayo 1961): AAS 53 (1961), 410-413.
9. Carta ap. Spiritus Domini (1 agosto 1987): AAS 79 (1987), 1374.
10. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1692.
11. Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992), 4.
12. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 10.
13. Cf. Carta ap. Parati semper a los Jóvenes y a las Jóvenes del mundo con
ocasión del Año internacional de la Juventud (31 marzo 1985), 2-8: AAS 77
(1985), 581-600.
14 Cf. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 16.
15 Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 13: AAS 71 (1979), 282).
16. Ibid., 10: l. c., 274.
17. Exameron, dies VI, sermo IX, 8, 50: CSEL 32, 241.
18. S. León Magno, Sermo XCII, cap. III: PL 54, 454.
19. S. Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta.
Prologus: Opuscula theologica, II, n. 1129, Ed. Tauriens. (1954), 245; cf. Summa
Theologica, I-II, q. 91, a. 2; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1955.
20. Cf. Máximo el Confesor, Quaestiones ad Thalassium, Q. 64: PG 90, 723-728.
21. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 24.
22. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2070.
23. In Iohannis Evangelium Tractatus, 41, 9-10: CCL 36, 363.
24. Cf. S. Agustín, De Sermone Domini in Monte, I, 1, 1: CCL 35, 1-2.
25. In Psalmum CXVIII Expositio, sermo 18, 37: PL 15, 1541; cf. S. Cromacio de
Aquileya, Tractatus in Matthaeum, XX, I, 1-4: CCL 9/A, 291-292.
26. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1717.
27. In Iohannis Evangelium Tractatus, 41, 10: CCL 36, 363.
28. Ibid., 21, 8: CCL 36, 216.
29. Ibid., 82, 3: CCL 36, 533.
30. De spiritu et littera, 19, 34: CSEL 60, 187.
31. Confesiones, X, 29, 40: CCL 27, 176; cf. De gratia et libero arbitrio, XV:
PL 44, 899.
32. Cf. De spiritu et littera, 21, 36; 26, 46: CSEL 60, 189-190; 200-201.
33. Cf. Summa Theologiae, I-II, q. 106, a. 1, conclus. y ad. 2um.
34. In Matthaeum, hom. I, 1: PG 57, 15.
35. Cf. S. Ireneo, Adversus haereses, IV, 26, 2-5: SCh 100/2, 718-729.
36. Cf. S. Justino, Apología, I 66: PG 6, 427-430.
37. Cf. 1 Pe 2, 12ss.; Didajé, II, 2: Patres Apostolici, ed. F. X. Funk, I, 6-9;
Clemente de Alejandría,Paedagogus, I, 10; II, 10: PG 8, 355-364; 497-536;
Tertuliano, Apologeticum, IX, 8: CSEL, 69, 24.
38. Cf. S. Ignacio de Antioiquía, Ad Magnesios, VI, 1-2: Patres Apostolici, ed.
F. X. Funk, I, 234-235; S. Ireneo, Adversus haereses, IV, 33, 1.6.7: SCh 100/2,
802-805; 814-815; 816-819.
39. Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 8.
40. Cf. Ibid.
41. Ibid., 10.
42. Código de Derecho Canónico, can. 747 § 2.
43. Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 7.
44. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 22.
45. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 16.
46. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 62.
47. Ibid.
48. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum,
10.
49. Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. sobre la fe católica Dei Filius, cap.
4: DS, 3018.
50. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con
las religiones no cristianasNostra aetate, 1.
51. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 43-44.
52. Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 1, remitiendo a
Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963): AAS 55 (1963), 279; Ibid.,
265, y a Pío XII, Radiomensaje (24 diciembre 1944): AAS 37 (1945), 14.
53. Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 1.
54. Cf. Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 17: AAS 71 (1979), 295-300;
Discurso a los participantes en el V Coloquio Internacional de Estudios
Jurídicos (10 marzo 1984), 4 Insegnamenti VII, 1 (1984), 656; Congregación para
la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre libertad cristiana y
liberaciónLibertatis conscientia (22 marzo 1986), 19: AAS 79 (1987), 561.
55. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 11.
56. Ibid., 17.
57. Ibid.
58. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis
humanae, 2; cf. también Gregorio XVI, Carta enc. Mirari vos arbitramur (15
agosto 1832): Acta Gregorii Papae XVI, I, 169-174; Pío IX, Carta enc. Quanta
cura (8 diciembre 1864): Pii IX P.M. Acta, I, 3, 687-700; León XIII, Carta enc.
Libertas Praestantissimum (20 junio 1888): Leonis XIII P.M. Acta, VIII, Romae
1889, 212-246.
59. A Letter Addressed to His Grace the Duke of Norfolk: Certain Dificulties
Felt by Anglicans in Catholic Teaching(Uniform Edition: Longman, Grenn and
Company, London, 1868-1881), vol. 2, p. 250.
60. Cf. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 40-43.
61. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 71, a. 6; ver también ad
5um.
62. Cf. Pío XII, Carta enc. Humani generis (12 agosto 1950): AAS 42 (1950),
561-562.
63. Cf. Conc. Ecum. de Trento, Ses. VI, decreto sobre la justificación Cum hoc
tempore, cann. 19-21: DS, 1569-1571.
64. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes,17.
65. De hominis opificio, c. 4: PG 44, 135-136.
66. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 36.
67. Ibid.
68. Ibid.
69. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 3, ad 2um, citado
por Juan XXIII, Carta enc.Pacem in terris (11 abril 1963): AAS 55 (1963), 271.
70. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 41.
71. S. Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta.
Prologus: Opuscula theologica, II, n. 1129, Ed. Taurinens (1954), 245.
72. Cf. Discurso a un grupo de Obispos de los Estados Unidos de América en
visita «ad limina» (15 octubre 1988), 6: Insegnamenti, XI, 3 (1988), 1228.
73. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 47.
74. Cf. S. Agustín, Enarratio in Psalmum LXII, 16: CCL 39, 804.
75. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 17.
76. Summa Theologiae, I-II, q. 91, a. 2.
77. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1955.
78. Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 3.
79. Contra Faustum, lib. 22, cap. 27: PL 42, 418.
80. Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 1..
81. Cf. ibid., I-II, q. 90, a. 4, ad 1um.
82. Ibid., I-II, q. 91, a. 2.
83. León XIII, Carta enc. Libertas praestantissimum (20 junio 1888): Leonis XIII
P. M. Acta, VIII, Romae 1889, 219.
84. In Epistulam ad Romanos, c. VIII, lect. 1.
85. Cf. Ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap. 1: DS,
1521.
86. Cf. Conc. Ecum. de Vienne, Const. Fidei catholicae: DS, 902; Conc. Ecum. V
de Letrán, Bula Apostolici regiminis: DS, 1440.
87. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 14.
88. Cf. Ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap. 15: DS,
1544. La Exhortación apostólica post-sinodal sobre la reconciliación y la
penitencia en la misión de la Iglesia hoy, cita otros textos del Antiguo y del
Nuevo Testamento, que condenan como pecados mortales algunos comportamientos
referidos al cuerpo: cf. Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 17:
AAS 77 (1985), 218-223.
89. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 51.
90. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre el respeto de la
vida humana naciente y la dignidad de la procreación Donum vitae (22 febrero
1987), Introd. 3: AAS 80 (1988), 74; cf. Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae (25
julio 1968), 10: AAS 60 (1968), 487-488.
91. Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 11: AAS 74 (1982), 92.
92. De Trinitate, XIV, 15, 21: CCL 50/A, 451.
93. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 94, a. 2.
94. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 10; S. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración
acerca de ciertas cuestiones de ética sexual Persona humana (29 diciembre 1975),
4: AAS 68 (1976), 80: «Cuando la Revelación divina y, en su orden propio, la
sabiduría filosófica, ponen de relieve exigencias auténticas de la humanidad,
están manifestando necesariamente, por el mismo ehcho, la existencia de leyes
inmutables, inscritas en los elementos constitutivos de la naturaleza humana;
leyes que se revelen idénticas en todos los seres dotados de razón».
95. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 29.
96. Cf. Ibid., 16.
97. Ibid., 10.
98. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 108, a. 1. Santo Tomás
fundamenta el carácter, no meramente formal sino determinado en el contenido, de
las normas morales, incluso en el ámbito de la Ley Nueva, en la asunción de la
naturaleza humana por parte del Verbo.
99. S. Vicente de Lerins, Commonitorium primum, c. 23: PL 50, 668.
100. El desarrollo de la doctrina moral de la Iglesia es semejante al de la
doctrina de la fe: cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. sobre la fe católica Dei
Filius, cap. 4: DS, 3020, y can. 4: DS 3024. También se aplican a la doctrina
moral las palabras pronunciadas por Juan XXIII con ocasión de la inauguración
del Concilio Vaticano II (11 octubre 1962): «Esta doctrina (la doctrina
cristiana en su integridad) es, sin duda, verdadera e inmutable, y el fiel debe
prestarle obediencia, pero hay que investigarla y exponerla según las exigencias
de nuestro tiempo. Una cosa, en efecto, es el depósito de la fe o las verdades
que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta es el modo como se
enuncian estas verdades, conservando, sin embargo, el mismo sentido y
significado»: AAS 54 (1962); cf. L'Osservatore Romano, 12 octubre 1962, p. 2.
101. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16.
102. Ibid.
103. In II Librum Sentent., dist. 39, a. 1, q.3, concl.: Ed. Ad Claras Aquas, II,
907 b.
104. Discurso (Audiencia general, 17 agosto 1983), 2: Insegnamenti, VI, 2
(1983), 256.
105. Suprema S. Congregación del Santo Oficio, Instrucción sobre la «ética de
situación» Contra doctrinam (2 febrero 1956): AAS 48 (1956), 144.
106. Carta enc. Dominum et vivificantem (18 mayo 1986), 43: AAS 78 (1986), 859;
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 16; Declaración sobre la libertad religiosaDignitatis humanae,
3.
107. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16.
108. Cf. S. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 17, a. 4.
109. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 16.
110. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 45.
111. Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 14.
112. Conc. Ecum. Vat. II, Const.dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 5;
cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. sobre la fe católica Dei Filius, cap. 3: DS,
3008.
113. Conc. Ecum. Vat. II, Const.dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 5;
cf. S. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración acerca de ciertas
cuestiones de ética sexual Persona humana (29 diciembre 1975), 10: AAS 68
(1976), 88-90.
114. Cf. Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre
1984), 17: AAS 77 (1985), 218-223.
115. Ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap. 15: DS, 1544;
can. 19: DS, 1569.
116. Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984),
17: AAS 77 (1985), 221.
117. Ibid.:l.c.,223.
118. Ibid.:l.c., 222
119. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 17.
120. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 1, a. 3: «Idem sunt
actus morales et actus humani».
121. De vita Moysis, II, 2-3: PG 44, 327-328.
122. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 148, a. 3.
123. El Concilio Vaticano II, en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual, precisa: «Esto vale no sólo para los cristianos, sino también para
todo los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón actúa la gracia de modo
visible. Cristo murió por todos, y la vocación última del hombre es realmente
una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos mantenerque el Espíritu
Santo ofrece a todos la posibiliad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se
asocien a este misterio pascual»: Gaudium et spes,22.
124. Tractatus ad Tiberium Diaconum sociosque, II. Responsiones ad Tiberium
Diaconum sociosque: S. Cirilo de Alejandría, In D. Johannis Evangelium, vol. III,
ed. Philip Edward Pusey, Bruxelles, Culture et Civilisation (1965), 590.
125. Cf. Conc. Ecum. de Trento, ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum hoc
tempore, can. 19: DS, 1569. Ver también: Clemente XI, Const. Unigenitus Dei
Filius (8 septiembre 1713) contra los errores de Pascasio Quesnel, nn. 53-56: DS,
2453-2456.
126. Cf. Summa Theologiae, I-II, q. 18, a. 6.
127. Catecismo de la Iglesia Católica n. 1761.
128. In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta. De dilectione Dei:
Opuscula theologica, II, n. 1168, Ed. Taurinens. (1954), 250.
129. Cf. S. Alfonso María de Ligorio, Pratica di amar Gesú Cristo, VII, 3.
130. Cf. Summa Theologiae, I-II, q. 100, a.1.
131. Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984),
17: AAS 77 (1985), 221; cf. pablo VI, Alocución a los miembros de la
Congregación del Santísimo Redentor (septiembre 1967): AAS 59 (1967), 962: «Se
debe evitar el inducir a los fieles a que piensen diferentemente, como si
después del Concilio ya estuvieran permitidos algunos comportamientos, que
precedentemente la Iglesia había declarado intrínsecamente malos. ¿Quién no ve
que de ello se derivaría un deplorable relativismo moral, que llevaría
fácilmente a discutir todo el pátrimonio de la doctrina de la Iglesia?».
132. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 27.
133. Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 14: AAS 60 (1968), 490-491.
134. Contra mendacium, VII, 18: PL 40, 528; cf. S. Tomás de Aquino, Quaestiones
quodlibetales, IX, q. 7, a. 2;Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1753-1755.
135. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis
humanae, 7.
136. Discurso a los participantes en el Congreso internacional de teología moral
(10 abril 1986), 1:Insegnamenti IX, 1 (1986), 970.
137. Ibid., 2: l.c., 970-971.
138. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 24.
139. Cf. carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 12: AAS 71 (1979),
280-281.
140. Enarratio in Psalmum XCIX, 7: CCL 39, 1397.
141. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 36; cf.
Carta enc. Redemptor hominis(4 marzo 1979), 21: AAS 71 (1979), 316-317.
142. Missale Romanum, In Passione S. Ioannis Baptistae, Oración Colecta.
143. S. Beda el Venerable, Homeliarum Evangelii Libri, II, 23: CCL 122, 556-557.
144. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 27.
145. Ad Romanos, VI, 2-3: Patres Apostolici, ed. F.X. Funk, I, 260-261.
146. Moralia in Job, VII, 21, 24: PL 75, 778.
147. «Summum crede nefas animam praeferre pudori/ et propter vitam vivendi
perdere causas»: Satirae, VIII, 83-84.
148. Apologia II, 8: PG 6, 457-458.
149. Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 33: AAS 74 (1982),
120.
150. Cf. ibid., 34: l.c., 123-125.
151. Exhortación ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre
1984), 34: AAS 77 (1985), 272.
152. Cart. enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 29: AAS 60 (1968), 501.
153. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 25.
154. Cf. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 24: AAS 83 (1991), 821-822.
155. Ibid., 44: l.c., 848-849; cf. León XIII, Carta enc. Libertas
praestantissimum (20 junio 1888): Leonis XIII P.M. Acta, VIII Romae 1889,
224-226.
156. Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 41: AAS 80 (1988),
571.
157. Catecismo de la Iglesia Católica n. 2407.
158. Cf. ibid., nn. 2408-2413.
159. Ibid., n. 2414.
160. Cf. Exhort. ap. post-sinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 42:
AAS 81 (1989), 472-476.
161. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 46: AAS 83 (1991), 850.
162. Ses. VI. Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap. 11: DS, 1536;
cf. can. 18: DS 1568. El conocido texto de san Agustín, citado por el Concilio,
está tomado del De natura et gratia, 43, 50 (CSEL 60, 270).
163. Oratio I: PG 97, 805-806.
164. Discurso a lois participantes en un curso sobre la procreación responsable
(1 marzo 1984), 4:Insegnamenti VII, 1 (1984), 583.
165. De interpellatione David, IV, 6, 22: CSEL 32/2, 283-284.
166. Discurso a los Obispos del Celam (9 marzo 1983), III: Insegnamenti, VI, 1
(1983), 698.
167. Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 75: AAS 68 (1976), 64.
168. De Trinitate, XXIX, 9-10: CCL 4, 70.
169. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 12.
170. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación
eclesial del teólogo Donum veritatis (24 mayo 1990), 6: AAS 82 (1990), 1552.
171. Alocución a los profesores y estudiantes de la Pontificia Universidad
Gregoriana (15 diciembre 1979), 6: Insegnamenti II, 2 (1979), 1424.
172. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación
eclesial del teólogo Donum veritatis (24 mayo 1990), 16: AAS 82 (1990), 1557.
173. Cf. C. I. C., can. 252 §1; 659 §3.
174. Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. sobre la fe católica Dei Filius, cap.
4. DS, 3016.
175. Cf. pablo VI, Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 28: AAS 60 (1968),
501.
176. S. Congregación para la Educación Católica, La formación religiosa de los
futuros sacerdotes (22 febrero 1976), n. 100. Véanse los nn. 95-101, que
presentan las perspectivas y las condiciones para un fecundo trabajo de
renovación teológico-moral.
177. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación
eclesial del teólogo Donum veritatis (24 mayo 1990), 11: AAS 82 (1990), 1554;
cf. en particular los nn. 32-39 dedicados al problema del disenso ibid., l.c.,
1562-1568.
178. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 25.
179. Cf. C. I. C., can. 803 §3.
180. Cf. C. I. C., can. 808.
181. «O inaestimabilis dilectio caritatis: ut servum redimeres, Filium traddisti»:
Missale Romanum, In Resurrectione Domini, Praeconium paschale.
182. In Iohannis Evangelium Tractatus, 26, 13: CCL, 36, 266.
183. De Virginibus, lib. II, cap. II, 15: PL 16, 222.
184. Ibid., lib. II, cap. II, 7: PL 16, 220.