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IOANNES PAULUS PP. II VERITATIS SPLENDOR |
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a
todos los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunas cuestiones fundamentales
de la Enseñanza Moral
de la Iglesia
1993.08.06
BENDICIÓN
INTRODUCCIÓN
CAPITULO I - "MAESTRO, ¿QUÉ HE DE HACER DE BUENO .....?" (Mt 19,16)
CAPITULO II - "NO OS CONFORMEIS A LA MENTALIDAD DE ESTE MUNDO" (Rom 12,2)
CAPITULO III - "PARA NO DESVIRTUAR LA CRUZ DE CRISTO" (1 Cor 1,17)
CONCLUSIÓN
BENDICIÓN
Venerables hermanos en el episcopado,
salud y bendición apostólica.
El esplendor de la verdad brilla en todas las obras del Creador y, de modo
particular, en el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26),
pues la verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre, que de
esta manera es ayudado a conocer y amar al Señor. Por esto el salmista exclama:
«¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!» (Sal 4, 7).
INTRODUCCIÓN
Jesucristo, luz verdadera que ilumina a todo hombre
1. Llamados a la salvación mediante la fe en Jesucristo, «luz verdadera que
ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9), los hombres llegan a ser «luz en el Señor» e
«hijos de la luz» (Ef 5, 8), y se santifican «obedeciendo a la verdad» (1 P 1,
22).
Mas esta obediencia no siempre es fácil. Debido al misterioso pecado del
principio, cometido por instigación de Satanás, que es «mentiroso y padre de la
mentira» (Jn 8, 44), el hombre es tentado continuamente a apartar su mirada del
Dios vivo y verdadero y dirigirla a los ídolos (cf. 1 Ts 1, 9), cambiando «la
verdad de Dios por la mentira» (Rm 1, 25); de esta manera, su capacidad para
conocer la verdad queda ofuscada y debilitada su voluntad para someterse a ella.
Y así, abandonándose al relativismo y al escepticismo (cf. Jn 18, 38), busca una
libertad ilusoria fuera de la verdad misma.
Pero las tinieblas del error o del pecado no pueden eliminar totalmente en el
hombre la luz de Dios creador. Por esto, siempre permanece en lo más profundo de
su corazón la nostalgia de la verdad absoluta y la sed de alcanzar la plenitud
de su conocimiento. Lo prueba de modo elocuente la incansable búsqueda del
hombre en todo campo o sector. Lo prueba aún más su búsqueda delsentido de la
vida. El desarrollo de la ciencia y la técnica —testimonio espléndido de las
capacidades de la inteligencia y de la tenacidad de los hombres—, no exime a la
humanidad de plantearse los interrogantes religiosos fundamentales, sino que más
bien la estimula a afrontar las luchas más dolorosas y decisivas, como son las
del corazón y de la conciencia moral.
2. Ningún hombre puede eludir las preguntas fundamentales: ¿qué debo hacer?,
¿cómo puedo discernir el bien del mal? La respuesta es posible sólo gracias al
esplendor de la verdad que brilla en lo más íntimo del espíritu humano, como
dice el salmista: «Muchos dicen: "¿Quién nos hará ver la dicha?". ¡Alza sobre
nosotros la luz de tu rostro, Señor!» (Sal 4, 7).
La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de
Jesucristo, «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15), «resplandor de su gloria» (Hb
1, 3), «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14): él es «el camino, la verdad y
la vida» (Jn 14, 6). Por esto la respuesta decisiva a cada interrogante del
hombre, en particular a sus interrogantes religiosos y morales, la da
Jesucristo; más aún, como recuerda el concilio Vaticano II, la respuesta es la
persona misma de Jesucristo: «Realmente, el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era
figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo
Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación»
1.
Jesucristo, «luz de los pueblos», ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es
enviada por él para anunciar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) 2. Así
la Iglesia, pueblo de Dios en medio de las naciones3, mientras mira atentamente
a los nuevos desafíos de la historia y a los esfuerzos que los hombres realizan
en la búsqueda del sentido de la vida, ofrece a todos la respuesta que brota de
la verdad de Jesucristo y de su Evangelio. En la Iglesia está siempre viva la
conciencia de su «deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos
e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, de manera adecuada a cada
generación, pueda responder a los permanentes interrogantes de los hombres sobre
el sentido de la vida presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas»
4.
3. Los pastores de la Iglesia, en comunión con el Sucesor de Pedro, están
siempre cercanos a los fieles en este esfuerzo, los acompañan y guían con su
magisterio, hallando expresiones siempre nuevas de amor y misericordia para
dirigirse no sólo a los creyentes sino también a todos los hombres de buena
voluntad. El concilio Vaticano II sigue siendo un testimonio privilegiado de
esta actitud de la Iglesia que, «experta en humanidad» 5, se pone al servicio de
cada hombre y de todo el mundo 6.
La Iglesia sabe que la cuestión moral incide profundamente en cada hombre;
implica a todos, incluso a quienes no conocen a Cristo, su Evangelio y ni
siquiera a Dios. Ella sabe que precisamente por la senda de la vida moral está
abierto a todos el camino de la salvación, como lo ha recordado claramente el
concilio Vaticano II: «Los que sin culpa suya no conocen el evangelio de Cristo
y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con
la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que
les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna». Y prosigue:
«Dios, en su providencia, tampoco niega la ayuda necesaria a los que, sin culpa,
todavía no han llegado a conocer claramente a Dios, pero se esfuerzan con su
gracia en vivir con honradez. La Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero que
hay en ellos, como una preparación al Evangelio y como un don de Aquel que
ilumina a todos los hombres para que puedan tener finalmente vida» 7.
Objeto de la presente encíclica
4. Siempre, pero sobre todo en los dos últimos siglos, los Sumos Pontífices, ya
sea personalmente o junto con el Colegio episcopal, han desarrollado y propuesto
una enseñanza moral sobre losmúltiples y diferentes ámbitos de la vida humana.
En nombre y con la autoridad de Jesucristo, han exhortado, denunciado,
explicado; por fidelidad a su misión, y comprometiéndose en la causa del hombre,
han confirmado, sostenido, consolado; con la garantía de la asistencia del
Espíritu de verdad han contribuido a una mejor comprensión de las exigencias
morales en los ámbitos de la sexualidad humana, de la familia, de la vida
social, económica y política. Su enseñanza, dentro de la tradición de la Iglesia
y de la historia de la humanidad, representa una continua profundización del
conocimiento moral 8.
Sin embargo, hoy se hace necesario reflexionar sobre el conjunto de la enseñanza
moral de la Iglesia, con el fin preciso de recordar algunas verdades
fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto actual corren el
riesgo de ser deformadas o negadas. En efecto, ha venido a crearse una nueva
situación dentro de la misma comunidad cristiana, en la que se difunden muchas
dudas y objeciones de orden humano y psicológico, social y cultural, religioso e
incluso específicamente teológico, sobre las enseñanzas morales de la Iglesia.
Ya no se trata de contestaciones parciales y ocasionales, sino que, partiendo de
determinadas concepciones antropológicas y éticas, se pone en tela de juicio, de
modo global y sistemático, el patrimonio moral. En la base se encuentra el
influjo, más o menos velado, de corrientes de pensamiento que terminan por
erradicar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la
verdad. Y así, se rechaza la doctrina tradicional sobre la ley natural y sobre
la universalidad y permanente validez de sus preceptos; se consideran
simplemente inaceptables algunas enseñanzas morales de la Iglesia; se opina que
el mismo Magisterio no debe intervenir en cuestiones morales más que para
«exhortar a las conciencias» y «proponer los valores» en los que cada uno basará
después autónomamente sus decisiones y opciones de vida.
Particularmente hay que destacar la discrepancia entre la respuesta tradicional
de la Iglesia y algunas posiciones teológicas —difundidas incluso en seminarios
y facultades teológicas— sobre cuestiones de máxima importancia para la Iglesia
y la vida de fe de los cristianos, así como para la misma convivencia humana. En
particular, se plantea la cuestión de si los mandamientos de Dios, que están
grabados en el corazón del hombre y forman parte de la Alianza, son capaces
verdaderamente de iluminar las opciones cotidianas de cada persona y de la
sociedad entera. ¿Es posible obedecer a Dios y, por tanto, amar a Dios y al
prójimo, sin respetar en todas las circunstancias estos mandamientos? Está
también difundida la opinión que pone en duda el nexo intrínseco e indivisible
entre fe y moral, como si sólo en relación con la fe se debieran decidir la
pertenencia a la Iglesia y su unidad interna, mientras que se podría tolerar en
el ámbito moral un pluralismo de opiniones y de comportamientos, dejados al
juicio de la conciencia subjetiva individual o a la diversidad de condiciones
sociales y culturales.
5. En ese contexto —todavía actual— he tomado la decisión de escribir —como ya
anuncié en la carta apostólica Spiritus Domini, publicada el 1 de agosto de 1987
con ocasión del segundo centenario de la muerte de san Alfonso María de Ligorio—
una encíclica destinada a tratar, «más amplia y profundamente, las cuestiones
referentes a los fundamentos mismos de la teología moral» 9, fundamentos que
sufren menoscabo por parte de algunas tendencias actuales.
Me dirijo a vosotros, venerables hermanos en el episcopado, que compartís
conmigo la responsabilidad de custodiar la «sana doctrina» (2 Tm 4, 3), con la
intención de precisar algunos aspectos doctrinales que son decisivos para
afrontar la que sin duda constituye una verdadera crisis, por ser tan graves las
dificultades derivadas de ella para la vida moral de los fieles y para la
comunión en la Iglesia, así como para una existencia social justa y solidaria.
Si esta encíclica —esperada desde hace tiempo— se publica precisamente ahora, se
debe también a que ha parecido conveniente que la precediera el Catecismo de la
Iglesia católica, el cual contiene una exposición completa y sistemática de la
doctrina moral cristiana. El Catecismo presenta la vida moral de los creyentes
en sus fundamentos y en sus múltiples contenidos como vida de «los hijos de
Dios». En él se afirma que «los cristianos, reconociendo en la fe su nueva
dignidad, son llamados a llevar en adelante una "vida digna del evangelio de
Cristo" (Flp 1, 27). Por los sacramentos y la oración reciben la gracia de
Cristo y los dones de su Espíritu que les capacitan para ello» 10. Por tanto, al
citar el Catecismo como «texto de referencia seguro y auténtico para la
enseñanza de la doctrina católica» 11, la encíclica se limitará a afrontar
algunas cuestiones fundamentales de la enseñanza moral de la Iglesia, bajo la
forma de un necesario discernimiento sobre problemas controvertidos entre los
estudiosos de la ética y de la teología moral. Éste es el objeto específico de
la presente encíclica, la cual trata de exponer, sobre los problemas discutidos,
las razones de una enseñanza moral basada en la sagrada Escritura y en la
Tradición viva de la Iglesia 12, poniendo de relieve, al mismo tiempo, los
presupuestos y consecuencias de las contestaciones de que ha sido objeto tal
enseñanza.
CAPITULO I - "MAESTRO, ¿QUÉ HE DE HACER DE BUENO .....?" (Mt 19,16)
Cristo y la respuesta a la pregunta moral
«Se le acercó uno...» (Mt 19, 16)
6. El diálogo de Jesús con el joven rico, relatado por san Mateo en el capítulo
19 de su evangelio, puede constituir un elemento útil para volver a escuchar de
modo vivo y penetrante su enseñanza moral: «Se le acercó uno y le dijo:
"Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?". Él le dijo:
"¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas, si quieres
entrar en la vida, guarda los mandamientos". "¿Cuáles?" le dice él. Y Jesús
dijo: "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso
testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti
mismo". Dícele el joven: "Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?". Jesús le
dijo: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres,
y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme"» (Mt 19, 16-21) 13.
7. «Se le acercó uno...». En el joven, que el evangelio de Mateo no nombra,
podemos reconocer atodo hombre que, conscientemente o no, se acerca a Cristo,
redentor del hombre, y le formula la pregunta moral. Para el joven, más que una
pregunta sobre las reglas que hay que observar, es una pregunta de pleno
significado para la vida. En efecto, ésta es la aspiración central de toda
decisión y de toda acción humana, la búsqueda secreta y el impulso íntimo que
mueve la libertad. Esta pregunta es, en última instancia, un llamamiento al Bien
absoluto que nos atrae y nos llama hacia sí; es el eco de la llamada de Dios,
origen y fin de la vida del hombre. Precisamente con esta perspectiva, el
concilio Vaticano II ha invitado a perfeccionar la teología moral, de manera que
su exposición ponga de relieve la altísima vocación que los fieles han recibido
en Cristo 14, única respuesta que satisface plenamente el anhelo del corazón
humano.
Para que los hombres puedan realizar este «encuentro» con Cristo, Dios ha
querido su Iglesia.En efecto, ella «desea servir solamente para este fin: que
todo hombre pueda encontrar a Cristo, de modo que Cristo pueda recorrer con cada
uno el camino de la vida» 15.
«Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt 19,
16)
8. Desde la profundidad del corazón surge la pregunta que el joven rico dirige a
Jesús de Nazaret:una pregunta esencial e ineludible para la vida de todo hombre,
pues se refiere al bien moral que hay que practicar y a la vida eterna. El
interlocutor de Jesús intuye que hay una conexión entre el bien moral y el pleno
cumplimiento del propio destino. Él es un israelita piadoso que ha crecido,
diríamos, a la sombra de la Ley del Señor. Si plantea esta pregunta a Jesús,
podemos imaginar que no lo hace porque ignora la respuesta contenida en la Ley.
Es más probable que la fascinación por la persona de Jesús haya hecho que
surgieran en él nuevos interrogantes en torno al bien moral. Siente la necesidad
de confrontarse con aquel que había iniciado su predicación con este nuevo y
decisivo anuncio: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca;
convertíos y creed en la buena nueva» (Mc 1, 15).
Es necesario que el hombre de hoy se dirija nuevamente a Cristo para obtener de
él la respuesta sobre lo que es bueno y lo que es malo. Él es el Maestro, el
Resucitado que tiene en sí mismo la vida y que está siempre presente en su
Iglesia y en el mundo. Es él quien desvela a los fieles el libro de las
Escrituras y, revelando plenamente la voluntad del Padre, enseña la verdad sobre
el obrar moral. Fuente y culmen de la economía de la salvación, Alfa y Omega de
la historia humana (cf. Ap 1, 8; 21, 6; 22, 13), Cristo revela la condición del
hombre y su vocación integral. Por esto, «el hombre que quiere comprenderse
hasta el fondo a sí mismo —y no sólo según pautas y medidas de su propio ser,
que son inmediatas, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes—, debe,
con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con
su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en él
con todo su ser, debe apropiarse y asimilar toda la realidad de la Encarnación y
de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él este hondo
proceso, entonces da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de
profunda maravilla de sí mismo» 16.
Si queremos, pues, penetrar en el núcleo de la moral evangélica y comprender su
contenido profundo e inmutable, debemos escrutar cuidadosamente el sentido de la
pregunta hecha por el joven rico del evangelio y, más aún, el sentido de la
respuesta de Jesús, dejándonos guiar por él. En efecto, Jesús, con delicada
solicitud pedagógica, responde llevando al joven como de la mano, paso a paso,
hacia la verdad plena.
«Uno solo es el Bueno» (Mt 19, 17)
9. Jesús dice: «¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno.
Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). En las
versiones de los evangelistas Marcos y Lucas la pregunta es formulada así: «¿Por
qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc 10, 18; cf. Lc 18, 19).
Antes de responder a la pregunta, Jesús quiere que el joven se aclare a sí mismo
el motivo por el que lo interpela. El «Maestro bueno» indica a su interlocutor
—y a todos nosotros— que la respuesta a la pregunta, «¿qué he de hacer de bueno
para conseguir la vida eterna?», sólo puede encontrarse dirigiendo la mente y el
corazón al único que es Bueno: «Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc 10, 18; cf.
Lc 18, 19). Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque él es
el Bien.En efecto, interrogarse sobre el bien significa, en último término,
dirigirse a Dios, que es plenitud de la bondad. Jesús muestra que la pregunta
del joven es, en realidad, una pregunta religiosa y que la bondad, que atrae y
al mismo tiempo vincula al hombre, tiene su fuente en Dios, más aún, es Dios
mismo: el Único que es digno de ser amado «con todo el corazón, con toda el alma
y con toda la mente» (cf. Mt 22, 37),
Aquel que es la fuente de la felicidad del hombre. Jesús relaciona la cuestión
de la acción moralmente buena con sus raíces religiosas, con el reconocimiento
de Dios, única bondad, plenitud de la vida, término último del obrar humano,
felicidad perfecta.
10. La Iglesia, iluminada por las palabras del Maestro, cree que el hombre,
hecho a imagen del Creador, redimido con la sangre de Cristo y santificado por
la presencia del Espíritu Santo, tiene como fin último de su vida ser «alabanza
de la gloria» de Dios (cf. Ef 1, 12), haciendo así que cada una de sus acciones
refleje su esplendor. «Conócete a ti misma, alma hermosa: tú eres la imagen de
Dios —escribe san Ambrosio—. Conócete a ti mismo, hombre: tú eres la gloria de
Dios (1 Co 11, 7). Escucha de qué modo eres su gloria. Dice el profeta: Tu
ciencia es misteriosa para mí (Sal 138, 6), es decir: tu majestad es más
admirable en mi obra, tu sabiduría es exaltada en la mente del hombre. Mientras
me considero a mí mismo, a quien tú escrutas en los secretos pensamientos y en
los sentimientos íntimos, reconozco los misterios de tu ciencia. Por tanto,
conócete a ti mismo, hombre, lo grande que eres y vigila sobre ti...» 17.
Aquello que es el hombre y lo que debe hacer se manifiesta en el momento en
el cual Dios se revela a sí mismo. En efecto, el Decálogo se fundamenta
sobre estas palabras: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado del país de
Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí»
(Ex 20, 2-3). En las «diez palabras» de la Alianza con Israel, y en toda la Ley,
Dios se hace conocer y reconocer como el único que es «Bueno»; como aquel que, a
pesar del pecado del hombre, continúa siendo el modelo del obrar moral, según su
misma llamada: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv
19, 2); como Aquel que, fiel a su amor por el hombre, le da su Ley (cf. Ex 19,
9-24; 20, 18-21) para restablecer la armonía originaria con el Creador y todo lo
creado, y aún más, para introducirlo en su amor: «Caminaré en medio de vosotros,
y seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo» (Lv 26, 12).
La vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas
gratuitas que el amor de Dios multiplica en favor del hombre. Es una respuesta
de amor, según el enunciado del mandamiento fundamental que hace el
Deuteronomio: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo.
Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu
fuerza. Queden en tu corazón estos preceptos que yo te dicto hoy. Se los
repetirás a tus hijos» (Dt 6, 4-7). Así, la vida moral, inmersa en la gratuidad
del amor de Dios, está llamada a reflejar su gloria: «Para quien ama a Dios es
suficiente agradar a Aquel que él ama, ya que no debe buscarse ninguna otra
recompensa mayor al mismo amor; en efecto, la caridad proviene de Dios de tal
manera que Dios mismo es caridad» 18.
11. La afirmación de que «uno solo es el Bueno» nos remite así a la «primera
tabla» de los mandamientos, que exige reconocer a Dios como Señor único y
absoluto, y a darle culto solamente a él porque es infinitamente santo (cf. Ex
20, 2-11). El bien es pertenecer a Dios, obedecerle,caminar humildemente con él
practicando la justicia y amando la piedad (cf. Mi 6, 8).Reconocer al Señor como
Dios es el núcleo fundamental, el corazón de la Ley, del que derivan y al que se
ordenan los preceptos particulares. Mediante la moral de los mandamientos se
manifiesta la pertenencia del pueblo de Israel al Señor, porque sólo Dios es
aquel que es «Bueno». Éste es el testimonio de la sagrada Escritura, cuyas
páginas están penetradas por la viva percepción de la absoluta santidad de Dios:
«Santo, santo, santo, Señor de los ejércitos» (Is 6, 3).
Pero si Dios es el Bien, ningún esfuerzo humano, ni siquiera la observancia más
rigurosa de los mandamientos, logra cumplir la Ley, es decir, reconocer al Señor
como Dios y tributarle la adoración que a él solo es debida (cf. Mt 4, 10). El
«cumplimiento» puede lograrse sólo como un don de Dios: es el ofrecimiento de
una participación en la bondad divina que se revela y se comunica en Jesús,
aquel a quien el joven rico llama con las palabras «Maestro bueno» (Mc 10, 17;
Lc 18, 18). Lo que quizás en ese momento el joven logra solamente intuir será
plenamente revelado al final por Jesús mismo con la invitación «ven, y sígueme»
(Mt 19, 21).
«Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17)
12. Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque él es el Bien.
Pero Dios ya respondió a esta pregunta: lo hizo creando al hombre y ordenándolo
a su fin con sabiduría y amor, mediante la ley inscrita en su corazón (cf. Rm 2,
15), la «ley natural». Ésta «no es más que la luz de la inteligencia infundida
en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se
debe evitar. Dios dio esta luz y esta ley en la creación» 19. Después lo hizo en
la historia de Israel, particularmente con las «diez palabras», o sea, con los
mandamientos del Sinaí, mediante los cuales él fundó el pueblo de la Alianza
(cf. Ex 24) y lo llamó a ser su «propiedad personal entre todos los pueblos»,
«una nación santa» (Ex 19, 5-6), que hiciera resplandecer su santidad entre
todas las naciones (cf. Sb 18, 4; Ez 20, 41). La entrega del Decálogo es promesa
y signo de laalianza nueva, cuando la ley será escrita nuevamente y de modo
definitivo en el corazón del hombre (cf. Jr 31, 31-34), para sustituir la ley
del pecado, que había desfigurado aquel corazón (cf. Jr 17, 1). Entonces será
dado «un corazón nuevo» porque en él habitará «un espíritu nuevo», el Espíritu
de Dios (cf. Ez 36, 24-28) 20.
Por esto, y tras precisar que «uno solo es el Bueno», Jesús responde al joven:
«Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). De este
modo, se enuncia una estrecha relación entre la vida eterna y la obediencia a
los mandamientos de Dios: los mandamientos indican al hombre el camino de la
vida eterna y a ella conducen. Por boca del mismo Jesús, nuevo Moisés, los
mandamientos del Decálogo son nuevamente dados a los hombres; él mismo los
confirma definitivamente y nos los propone como camino y condición de salvación.
El mandamiento se vincula con una promesa: en la antigua alianza el objeto de la
promesa era la posesión de la tierra en la que el pueblo gozaría de una
existencia libre y según justicia (cf. Dt 6, 20-25); en la nueva alianza el
objeto de la promesa es el «reino de los cielos», tal como lo afirma Jesús al
comienzo del «Sermón de la montaña» —discurso que contiene la formulación más
amplia y completa de la Ley nueva (cf. Mt 5-7)—, en clara conexión con el
Decálogo entregado por Dios a Moisés en el monte Sinaí. A esta misma realidad
del reino se refiere la expresión vida eterna, que es participación en la vida
misma de Dios; aquélla se realiza en toda su perfección sólo después de la
muerte, pero, desde la fe, se convierte ya desde ahora en luz de la verdad,
fuente de sentido para la vida, incipiente participación de una plenitud en el
seguimiento de Cristo. En efecto, Jesús dice a sus discípulos después del
encuentro con el joven rico: «Todo aquel que haya dejado casas, hermanos,
hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por
uno y heredará la vida eterna» (Mt 19, 29).
13. La respuesta de Jesús no le basta todavía al joven, que insiste preguntando
al Maestro sobre los mandamientos que hay que observar: «"¿Cuáles?", le dice él»
(Mt 19, 18). Le interpela sobre qué debe hacer en la vida para dar testimonio de
la santidad de Dios. Tras haber dirigido la atención del joven hacia Dios, Jesús
le recuerda los mandamientos del Decálogo que se refieren al prójimo: «No
matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio,
honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo». (Mt 19,
18-19).
Por el contexto del coloquio y, especialmente, al comparar el texto de Mateo con
las perícopas paralelas de Marcos y de Lucas, aparece que Jesús no pretende
detallar todos y cada uno de los mandamientos necesarios para «entrar en la
vida» sino, más bien, indicar al joven la «centralidad» del Decálogo respecto a
cualquier otro precepto, como interpretación de lo que para el hombre significa
«Yo soy el Señor tu Dios». Sin embargo, no nos pueden pasar desapercibidos los
mandamientos de la Ley que el Señor recuerda al joven: son determinados
preceptos que pertenecen a la llamada «segunda tabla» del Decálogo, cuyo
compendio (cf. Rm 13, 8-10) y fundamento es el mandamiento del amor al prójimo:
«Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19, 19; cf. Mc 12, 31). En este precepto
se expresa precisamente la singular dignidad de la persona humana, la cual es la
«única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» 21. En efecto,
los diversos mandamientos del Decálogo no son más que la refracción del único
mandamiento que se refiere al bien de la persona, como compendio de los
múltiples bienes que connotan su identidad de ser espiritual y corpóreo, en
relación con Dios, con el prójimo y con el mundo material. Como leemos en el
Catecismo de la Iglesia católica, «los diez mandamientos pertenecen a la
revelación de Dios. Nos enseñan al mismo tiempo la verdadera humanidad del
hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto, indirectamente,
los derechos fundamentales, inherentes a la naturaleza de la persona humana» 22.
Los mandamientos, recordados por Jesús a su joven interlocutor, están destinados
a tutelar el biende la persona humana, imagen de Dios, a través de la tutela de
sus bienes particulares. El «no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no
levantarás falso testimonio», son normas morales formuladas en términos de
prohibición. Los preceptos negativos expresan con singular fuerza la exigencia
indeclinable de proteger la vida humana, la comunión de las personas en el
matrimonio, la propiedad privada, la veracidad y la buena fama.
Los mandamientos constituyen, pues, la condición básica para el amor al prójimo
y al mismo tiempo son su verificación. Constituyen la primera etapa necesaria en
el camino hacia la libertad, su inicio. «La primera libertad —dice san Agustín—
consiste en estar exentos de crímenes..., como serían el homicidio, el
adulterio, la fornicación, el robo, el fraude, el sacrilegio y pecados como
éstos. Cuando uno comienza a no ser culpable de estos crímenes (y ningún
cristiano debe cometerlos), comienza a alzar los ojos a la libertad, pero esto
no es más que el inicio de la libertad, no la libertad perfecta...» 23.
14. Todo ello no significa que Cristo pretenda dar la precedencia al amor al
prójimo o separarlo del amor a Dios. Esto lo confirma su diálogo con el doctor
de la ley, el cual hace una pregunta muy parecida a la del joven. Jesús le
remite a los dos mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo (cf. Lc 10,
25-27) y le invita a recordar que sólo su observancia lleva a la vida eterna:
«Haz eso y vivirás» (Lc 10, 28). Es, pues, significativo que sea precisamente el
segundo de estos mandamientos el que suscite la curiosidad y la pregunta del
doctor de la ley: «¿Quién es mi prójimo?» (Lc 10, 29). El Maestro responde con
la parábola del buen samaritano, la parábola-clave para la plena comprensión del
mandamiento del amor al prójimo (cf. Lc 10, 30-37).
Los dos mandamientos, de los cuales «penden toda la Ley y los profetas» (Mt 22,
40), están profundamente unidos entre sí y se compenetran recíprocamente. De su
unidad inseparable da testimonio Jesús con sus palabras y su vida: su misión
culmina en la cruz que redime (cf. Jn 3, 14-15), signo de su amor indivisible al
Padre y a la humanidad (cf. Jn 13, 1).
Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son explícitos en afirmar que sin el
amor al prójimo,que se concreta en la observancia de los mandamientos, no es
posible el auténtico amor a Dios.San Juan lo afirma con extraordinario vigor:
«Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues
quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (Jn
4, 20). El evangelista se hace eco de la predicación moral de Cristo, expresada
de modo admirable e inequívoco en la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,
30-37) y en el «discurso» sobre el juicio final (cf. Mt 25, 31-46).
15. En el «Sermón de la montaña», que constituye la carta magna de la moral
evangélica 24, Jesús dice: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los
profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5, 17). Cristo es
la clave de las Escrituras: «Vosotros investigáis las Escrituras, ellas son las
que dan testimonio de mí» (cf. Jn 5, 39); él es el centro de la economía de la
salvación, la recapitulación del Antiguo y del Nuevo Testamento, de las promesas
de la Ley y de su cumplimiento en el Evangelio; él es el vínculo viviente y
eterno entre la antigua y la nueva alianza. Por su parte, san Ambrosio,
comentando el texto de Pablo en que dice: «el fin de la ley es Cristo» (Rm10,
4), afirma que es «fin no en cuanto defecto, sino en cuanto plenitud de la ley;
la cual se cumple en Cristo (plenitudo legis in Christo est), porque él no vino
a abolir la ley, sino a darle cumplimiento. Al igual que, aunque existe un
Antiguo Testamento, toda verdad está contenida en el Nuevo, así ocurre con la
ley: la que fue dada por medio de Moisés es figura de la verdadera ley. Por
tanto, la mosaica es imagen de la verdad» 25.
Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios —en particular, el
mandamiento del amor al prójimo—, interiorizando y radicalizando sus
exigencias: el amor al prójimo brota de un corazón que ama y que,
precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias.Jesús
muestra que los mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que
no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y
espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor (cf. Col 3, 14). Así,
el mandamiento «No matarás», se transforma en la llamada a un amor solícito que
tutela e impulsa la vida del prójimo; el precepto que prohíbe el adulterio, se
convierte en la invitación a una mirada pura, capaz de respetar el significado
esponsal del cuerpo: «Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y
aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se
encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal... Habéis oído que se
dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer
deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 21-22. 27-28).
Jesús mismo es el «cumplimiento» vivo de la Ley, ya que él realiza su auténtico
significado con el don total de sí mismo; él mismo se hace Ley viviente y
personal, que invita a su seguimiento, da, mediante el Espíritu, la gracia de
compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar testimonio del
amor en las decisiones y en las obras (cf. Jn 13, 34-35).
«Si
quieres ser perfecto» (Mt 19, 21)
16. La respuesta sobre los mandamientos no satisface al joven, que de nuevo
pregunta a Jesús: «Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?» (Mt 19, 20). No
es fácil decir con la conciencia tranquila «todo eso lo he guardado», si se
comprende todo el alcance de las exigencias contenidas en la Ley de Dios. Sin
embargo, aunque el joven rico sea capaz de dar una respuesta tal; aunque de
verdad haya puesto en práctica el ideal moral con seriedad y generosidad desde
la infancia, él sabe que aún está lejos de la meta; en efecto, ante la persona
de Jesús se da cuenta de que todavía le falta algo. Jesús, en su última
respuesta, se refiere a esa conciencia de que aún falta algo: comprendiendola
nostalgia de una plenitud que supere la interpretación legalista de los
mandamientos, el Maestro bueno invita al joven a emprender el camino de la
perfección: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los
pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21).
Al igual que el fragmento anterior, también éste debe ser leído e interpretado
en el contexto de todo el mensaje moral del Evangelio y, especialmente, en el
contexto del Sermón de la montaña, de las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-12), la
primera de las cuales es precisamente la de los pobres, los «pobres de
espíritu», como precisa san Mateo (Mt 5, 3), esto es, los humildes. En este
sentido, se puede decir que también las bienaventuranzas pueden ser encuadradas
en el amplio espacio que se abre con la respuesta que da Jesús a la pregunta del
joven: «¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?». En efecto,
cada bienaventuranza, desde su propia perspectiva, promete precisamente aquel
bien que abre al hombre a la vida eterna; más aún, que es la misma vida eterna.
Las bienaventuranzas no tienen propiamente como objeto unas normas particulares
de comportamiento, sino que se refieren a actitudes y disposiciones básicas de
la existencia y, por consiguiente, no coinciden exactamente con los
mandamientos. Por otra parte, no hay separación o discrepancia entre las
bienaventuranzas y los mandamientos: ambos se refieren al bien, a la vida
eterna. El Sermón de la montaña comienza con el anuncio de las bienaventuranzas,
pero hace también referencia a los mandamientos (cf. Mt 5, 20-48). Además, el
Sermón muestra la apertura y orientación de los mandamientos con la perspectiva
de la perfección que es propia de las bienaventuranzas. Éstas son, ante todo,
promesas de las que también se derivan, de forma indirecta,indicaciones
normativas para la vida moral. En su profundidad original son una especie
deautorretrato de Cristo y, precisamente por esto, son invitaciones a su
seguimiento y a la comunión de vida con él 26.
17. No sabemos hasta qué punto el joven del evangelio comprendió el contenido
profundo y exigente de la primera respuesta dada por Jesús: «Si quieres entrar
en la vida, guarda los mandamientos»; sin embargo, es cierto que la afirmación
manifestada por el joven de haber respetado todas las exigencias morales de los
mandamientos constituye el terreno indispensable sobre el que puede brotar y
madurar el deseo de la perfección, es decir, la realización de su significado
mediante el seguimiento de Cristo. El coloquio de Jesús con el joven nos ayuda a
comprender las condiciones para el crecimiento moral del hombre llamado a la
perfección: el joven, que ha observado todos los mandamientos, se muestra
incapaz de dar el paso siguiente sólo con sus fuerzas. Para hacerlo se necesita
una libertad madura («si quieres») y el don divino de la gracia («ven, y
sígueme»).
La perfección exige aquella madurez en el darse a sí mismo, a que está llamada
la libertad del hombre. Jesús indica al joven los mandamientos como la primera
condición irrenunciable para conseguir la vida eterna; el abandono de todo lo
que el joven posee y el seguimiento del Señor asumen, en cambio, el carácter de
una propuesta: «Si quieres...». La palabra de Jesús manifiesta la dinámica
particular del crecimiento de la libertad hacia su madurez y, al mismo tiempo,
atestigua la relación fundamental de la libertad con la ley divina. La libertad
del hombre y la ley de Dios no se oponen, sino, al contrario, se reclaman
mutuamente. El discípulo de Cristo sabe que la suya es una vocación a la
libertad. «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13), proclama
con alegría y decisión el apóstol Pablo. Pero, a continuación, precisa: «No
toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por
amor los unos a los otros» (ib.). La firmeza con la cual el Apóstol se opone a
quien confía la propia justificación a la Ley, no tiene nada que ver con la
«liberación» del hombre con respecto a los preceptos, los cuales, en verdad,
están al servicio del amor: «Pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley. En
efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás, y todos
los demás preceptos, se resumen en esta fórmula:Amarás a tu prójimo como a ti
mismo» (Rm 13, 8-9). El mismo san Agustín, después de haber hablado de la
observancia de los mandamientos como de la primera libertad imperfecta, prosigue
así: «¿Por qué, preguntará alguno, no perfecta todavía? Porque "siento en mis
miembros otra ley en conflicto con la ley de mi razón"... Libertad parcial,
parcial esclavitud: la libertad no es aún completa, aún no es pura ni plena
porque todavía no estamos en la eternidad. Conservamos en parte la debilidad y
en parte hemos alcanzado la libertad. Todos nuestros pecados han sido borrados
en el bautismo, pero ¿acaso ha desaparecido la debilidad después de que la
iniquidad ha sido destruida? Si aquella hubiera desaparecido, se viviría sin
pecado en la tierra. ¿Quién osará afirmar esto sino el soberbio, el indigno de
la misericordia del liberador?... Mas, como nos ha quedado alguna debilidad, me
atrevo a decir que, en la medida en que sirvamos a Dios, somos libres, mientras
que en la medida en que sigamos la ley del pecado somos esclavos» 27.
18. Quien «vive según la carne» siente la ley de Dios como un peso, más aún,
como una negación o, de cualquier modo, como una restricción de la propia
libertad. En cambio, quien está movido por el amor y «vive según el Espíritu» (Ga
5, 16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino
fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido. Más
aún, siente la urgencia interior —una verdadera y propia necesidad, y no ya una
constricción— de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley, sino de
vivirlas en su plenitud. Es un camino todavía incierto y frágil mientras estemos
en la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos la plena «libertad de
los hijos de Dios» (cf. Rm 8, 21) y, consiguientemente, la capacidad de poder
responder en la vida moral a la sublime vocación de ser «hijos en el Hijo».
Esta vocación al amor perfecto no está reservada de modo exclusivo a una élite
de personas. La invitación: «anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres»,
junto con la promesa: «tendrás un tesoro en los cielos», se dirige a todos,
porque es una radicalización del mandamiento del amor al prójimo. De la misma
manera, la siguiente invitación: «ven y sígueme», es la nueva forma concreta del
mandamiento del amor a Dios. Los mandamientos y la invitación de Jesús al joven
rico están al servicio de una única e indivisible caridad, que espontáneamente
tiende a la perfección, cuya medida es Dios mismo: «Vosotros, pues, sed
perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). En el evangelio
de Lucas, Jesús precisa aún más el sentido de esta perfección: «Sed
misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36).
«Ven, y sígueme» (Mt 19, 21)
19. El camino y, a la vez, el contenido de esta perfección consiste en la
sequela Christi, en el seguimiento de Jesús, después de haber renunciado a los
propios bienes y a sí mismos. Precisamente ésta es la conclusión del coloquio de
Jesús con el joven: «luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21). Es una invitación cuya
profundidad maravillosa será entendida plenamente por los discípulos después de
la resurrección de Cristo, cuando el Espíritu Santo los guiará hasta la verdad
completa (cf. Jn 16, 13).
Es Jesús mismo quien toma la iniciativa y llama a seguirle. La llamada está
dirigida sobre todo a aquellos a quienes confía una misión particular, empezando
por los Doce; pero también es cierto que la condición de todo creyente es ser
discípulo de Cristo (cf.Hch 6, 1). Por esto, seguir a Cristo es el fundamento
esencial y original de la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguía a
Dios, que lo guiaba por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Ex 13, 21),
así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf.
Jn 6, 44).
No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un
mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de
Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y
amorosa a la voluntad del Padre. El discípulo de Jesús, siguiendo, mediante la
adhesión por la fe, a aquél que es la Sabiduría encarnada, se hace
verdaderamentediscípulo de Dios (cf. Jn 6, 45). En efecto, Jesús es la luz del
mundo, la luz de la vida (cf. Jn 8, 12); es el pastor que guía y alimenta a las
ovejas (cf. Jn 10, 11-16), es el camino, la verdad y la vida (cf.Jn 14, 6), es
aquel que lleva hacia el Padre, de tal manera que verle a él, al Hijo, es ver al
Padre (cf.Jn 14, 6-10). Por eso, imitar al Hijo, «imagen de Dios invisible» (Col
1, 15), significa imitar al Padre.
20. Jesús pide que le sigan y le imiten en el camino del amor, de un amor que se
da totalmente a los hermanos por amor de Dios: «Éste es el mandamiento mío: que
os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12). Este «como»
exige la imitación de Jesús, la imitación de su amor, cuyo signo es el lavatorio
de los pies: «Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros
también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para
que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 14-15). El
modo de actuar de Jesús y sus palabras, sus acciones y sus preceptos constituyen
la regla moral de la vida cristiana. En efecto, estas acciones suyas y, de modo
particular, el acto supremo de su pasión y muerte en la cruz, son la revelación
viva de su amor al Padre y a los hombres. Éste es el amor que Jesús pide que
imiten cuantos le siguen. Es el mandamiento «nuevo»: «Os doy un mandamiento
nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis
también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois
discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 34-35).
Este como indica también la medida con la que Jesús ha amado y con la que deben
amarse sus discípulos entre sí. Después de haber dicho: «Éste es el mandamiento
mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12), Jesús
prosigue con las palabras que indican el don sacrificial de su vida en la cruz,
como testimonio de un amor «hasta el extremo» (Jn 13, 1): «Nadie tiene mayor
amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
Jesús, al llamar al joven a seguirle en el camino de la perfección, le pide que
sea perfecto en el mandamiento del amor, en su mandamiento: que se inserte en el
movimiento de su entrega total, que imite y reviva el mismo amor del Maestro
bueno, de aquel que ha amado hasta el extremo. Esto es lo que Jesús pide a todo
hombre que quiere seguirlo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24).
21. Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su
interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a
él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz (cf. Flp
2, 5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cf. Ef 3,
17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con él; lo cual es fruto
de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros.
Inserido en Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su Cuerpo, que es la
Iglesia (cf. 1 Co12, 13. 27). Bajo el impulso del Espíritu, el bautismo
configura radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y
resurrección, lo «reviste» de Cristo (cf. Ga 3, 27): «Felicitémonos y demos
gracias —dice san Agustín dirigiéndose a los bautizados—: hemos llegado a ser no
solamente cristianos, sino el propio Cristo (...). Admiraos y regocijaos: ¡hemos
sido hechos Cristo!» 28. El bautizado, muerto al pecado, recibe la vida nueva
(cf. Rm 6, 3-11): viviendo por Dios en Cristo Jesús, es llamado a caminar según
el Espíritu y a manifestar sus frutos en la vida (cf. Ga 5, 16-25). La
participación sucesiva en la Eucaristía, sacramento de la nueva alianza (cf. 1
Co 11, 23-29), es el culmen de la asimilación a Cristo, fuente de «vida eterna»
(cf. Jn 6, 51-58), principio y fuerza del don total de sí mismo, del cual Jesús
—según el testimonio dado por Pablo— manda hacer memoria en la celebración y en
la vida: «Cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte
del Señor, hasta que venga» (1 Co 11, 26).
«Para Dios todo es posible» (Mt 19, 26)
22. La conclusión del coloquio de Jesús con el joven rico es amarga: «Al oír
estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mt
19, 22). No sólo el hombre rico, sino también los mismos discípulos se asustan
de la llamada de Jesús al seguimiento, cuyas exigencias superan las aspiraciones
y las fuerzas humanas: «Al oír esto, los discípulos, llenos de asombro, decían:
"Entonces, ¿quién se podrá salvar?"» (Mt 19, 25). Pero el Maestro pone ante los
ojos el poder de Dios: «Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es
posible» (Mt 19, 26).
En el mismo capítulo del evangelio de Mateo (19, 3-10), Jesús, interpretando la
ley mosaica sobre el matrimonio, rechaza el derecho al repudio, apelando a un
principio más originario y autorizado respecto a la ley de Moisés: el designio
primordial de Dios sobre el hombre, un designio al que el hombre se ha
incapacitado después del pecado: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de
vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no
fue así» (Mt 19, 8). La apelación al principio asusta a los discípulos, que
comentan con estas palabras: «Si tal es la condición del hombre respecto de su
mujer, no trae cuenta casarse» (Mt 19, 10). Y Jesús, refiriéndose
específicamente al carisma del celibato «por el reino de los cielos» (Mt 19,
12), pero enunciando ahora una ley general, remite a la nueva y sorprendente
posibilidad abierta al hombre por la gracia de Dios: «Él les dijo: "No todos
entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido"» (Mt 19,
11).
Imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas
fuerzas. Se hace capaz de este amor sólo gracias a un don recibido. Lo mismo que
el Señor Jesús recibe el amor de su Padre, así, a su vez, lo comunica
gratuitamente a los discípulos: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a
vosotros; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9). El don de Cristo es su Espíritu,
cuyo primer «fruto» (cf. Ga 5, 22) es la caridad: «El amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm
5, 5). San Agustín se pregunta: «¿Es el amor el que nos hace observar los
mandamientos, o bien es la observancia de los mandamientos la que hace nacer el
amor?». Y responde: «Pero ¿quién puede dudar de que el amor precede a la
observancia? En efecto, quien no ama está sin motivaciones para guardar los
mandamientos» 29.
23. «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del
pecado y de la muerte» (Rm 8, 2). Con estas palabras el apóstol Pablo nos
introduce a considerar en la perspectiva de la historia de la salvación que se
cumple en Cristo la relación entre la ley (antigua) y la gracia (ley nueva). Él
reconoce la función pedagógica de la ley, la cual, al permitirle al hombre
pecador valorar su propia impotencia y quitarle la presunción de la
autosuficiencia, lo abre a la invocación y a la acogida de la «vida en el
Espíritu». Sólo en esta vida nueva es posible practicar los mandamientos de
Dios. En efecto, es por la fe en Cristo como somos justificados (cf. Rm 3, 28):
la justicia que la ley exige, pero que ella no puede dar, la encuentra todo
creyente manifestada y concedida por el Señor Jesús. De este modo san Agustín
sintetiza admirablemente la dialéctica paulina entre ley y gracia: «Por esto, la
ley ha sido dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido dada para
que se observase la ley» 30.
El amor y la vida según el Evangelio no pueden proponerse ante todo bajo la
categoría de precepto, porque lo que exigen supera las fuerzas del hombre. Sólo
son posibles como fruto de un don de Dios, que sana, cura y transforma el
corazón del hombre por medio de su gracia: «Porque la ley fue dada por medio de
Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1, 17). Por
esto, la promesa de la vida eterna está vinculada al don de la gracia, y el don
del Espíritu que hemos recibido es ya «prenda de nuestra herencia» (Ef 1, 14).
24. De esta manera, se manifiesta el rostro verdadero y original del mandamiento
del amor y de la perfección a la que está ordenado; se trata de una posibilidad
abierta al hombre exclusivamente por la gracia, por el don de Dios, por su amor.
Por otra parte, precisamente la conciencia de haber recibido el don, de poseer
en Jesucristo el amor de Dios, genera y sostiene la respuesta responsable de un
amor pleno hacia Dios y entre los hermanos, como recuerda con insistencia el
apóstol san Juan en su primera carta: «Queridos, amémonos unos a otros, ya que
el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien
no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor... Queridos, si Dios nos amó
de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros... Nosotros
amemos, porque él nos amó primero» (1 Jn 4, 7-8. 11. 19).
Esta relación inseparable entre la gracia del Señor y la libertad del hombre,
entre el don y la tarea, ha sido expresada en términos sencillos y profundos por
san Agustín, que oraba de esta manera: «Da quod iubes et iube quod vis» (Da lo
que mandas y manda lo que quieras) 31.
El don no disminuye, sino que refuerza la exigencia moral del amor: «Éste es su
mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos
unos a otros tal como nos lo mandó» (1 Jn 3, 23). Se puede permanecer en el amor
sólo bajo la condición de que se observen los mandamientos, como afirma Jesús:
«Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los
mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Jn 15, 10).
Resumiendo lo que constituye el núcleo del mensaje moral de Jesús y de la
predicación de los Apóstoles, y volviendo a ofrecer en admirable síntesis la
gran tradición de los Padres de Oriente y de Occidente —en particular san
Agustín 32—, santo Tomás afirma que la Ley nueva es la gracia del Espíritu Santo
dada mediante la fe en Cristo 33. Los preceptos externos, de los que también
habla el evangelio, preparan para esta gracia o difunden sus efectos en la vida.
En efecto, la Ley nueva no se contenta con decir lo que se debe hacer, sino que
otorga también la fuerza para «obrar la verdad» (cf. Jn 3, 21). Al mismo tiempo,
san Juan Crisóstomo observa que la Ley nueva fue promulgada precisamente cuando
el Espíritu Santo bajó del cielo el día de Pentecostés y que los Apóstoles «no
bajaron del monte llevando, como Moisés, tablas de piedra en sus manos, sino que
volvían llevando al Espíritu Santo en sus corazones..., convertidos, mediante su
gracia, en una ley viva, en un libro animado» 34.
«He aquí que yo estoy
con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt
28, 20)
25. El coloquio de Jesús con el joven rico continúa, en cierto sentido, en cada época de la historia; también hoy. La pregunta: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» brota en el corazón de todo hombre, y es siempre y sólo Cristo quien ofrece la respuesta plena y definitiva. El Maestro que enseña los mandamientos de Dios, que invita al seguimiento y da la gracia para una vida nueva, está siempre presente y operante en medio de nosotros, según su promesa: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia. Por esto el Señor prometió a sus discípulos el Espíritu Santo, que les «recordaría» y les haría comprender sus mandamientos (cf. Jn 14, 26), y, al mismo tiempo, sería el principio fontal de una vida nueva para el mundo (cf. Jn 3, 5-8; Rm 8, 1-13).
Las prescripciones morales, impartidas por Dios en la antigua alianza y perfeccionadas en la nueva y eterna en la persona misma del Hijo de Dios hecho hombre, deben ser custodiadas fielmente y actualizadas permanentemente en las diferentes culturas a lo largo de la historia. La tarea de su interpretación ha sido confiada por Jesús a los Apóstoles y a sus sucesores, con la asistencia especial del Espíritu de la verdad: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» (Lc 10, 16). Con la luz y la fuerza de este Espíritu, los Apóstoles cumplieron la misión de predicar el Evangelio y señalar el «camino» del Señor (cf. Hch 18, 25), enseñando ante todo el seguimiento y la imitación de Cristo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21).
26. En la catequesis moral de los Apóstoles, junto a exhortaciones e indicaciones relacionadas con el contexto histórico y cultural, hay una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento. Es cuanto emerge en sus cartas, que contienen la interpretación —bajo la guía del Espíritu Santo— de los preceptos del Señor que hay que vivir en las diversas circunstancias culturales (cf. Rm 12, 15; 1 Co 11-14; Ga 5-6; Ef 4-6; Col 3-4; 1 P y St ). Encargados de predicar el Evangelio, los Apóstoles, en virtud de su responsabilidad pastoral, vigilaron, desde los orígenes de la Iglesia,sobre la recta conducta de los cristianos 35, a la vez que vigilaron sobre la pureza de la fe y la transmisión de los dones divinos mediante los sacramentos 36. Los primeros cristianos, provenientes tanto del pueblo judío como de la gentilidad, se diferenciaban de los paganos no sólo por su fe y su liturgia, sino también por el testimonio de su conducta moral, inspirada en la Ley nueva37. En efecto, la Iglesia es a la vez comunión de fe y de vida; su norma es «la fe que actúa por la caridad» (Ga 5, 6).
Ninguna laceración debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida: la unidad de la Iglesia es herida no sólo por los cristianos que rechazan o falsean la verdad de la fe, sino también por aquellos que desconocen las obligaciones morales a las que los llama el Evangelio (cf. 1 Co 5, 9-13). Los Apóstoles rechazaron con decisión toda disociación entre el compromiso del corazón y las acciones que lo expresan y demuestran (cf. 1 Jn 2, 3-6). Y desde los tiempos apostólicos, los pastores de la Iglesia han denunciado con claridad los modos de actuar de aquellos que eran instigadores de divisiones con sus enseñanzas o sus comportamientos 38.
27. Promover y custodiar, en la unidad de la Iglesia, la fe y la vida moral es la misión confiada por Jesús a los Apóstoles (cf. Mt 28, 19-20), la cual se continúa en el ministerio de sus sucesores. Es cuanto se encuentra en la Tradición viva, mediante la cual —como afirma el concilio Vaticano II— «la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree. Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo» 39. En el Espíritu, la Iglesia acoge y transmite la Escritura como testimonio de las maravillas que Dios ha hecho en la historia (cf. Lc 1, 49), confiesa la verdad del Verbo hecho carne con los labios de los Padres y de los doctores, practica sus preceptos y la caridad en la vida de los santos y de las santas, y en el sacrificio de los mártires, celebra su esperanza en la liturgia. Mediante la Tradición los cristianos reciben «la voz viva del Evangelio» 40, como expresión fiel de la sabiduría y de la voluntad divina.
Dentro de la Tradición se desarrolla, con la asistencia del
Espíritu Santo, la interpretación auténtica de la ley del Señor. El mismo
Espíritu, que está en el origen de la Revelación, de los mandamientos y de las
enseñanzas de Jesús, garantiza que sean custodiados santamente, expuestos
fielmente y aplicados correctamente en el correr de los tiempos y las
circunstancias. Estaactualización de los mandamientos es signo y fruto de
una penetración más profunda de la «He aquí que yo estoy con vosotros todos los
días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20)
25. El coloquio de Jesús con el joven rico continúa, en cierto sentido, en cada
época de la historia; también hoy. La pregunta: «Maestro, ¿qué he de hacer de
bueno para conseguir la vida eterna?» brota en el corazón de todo hombre, y es
siempre y sólo Cristo quien ofrece la respuesta plena y definitiva. El Maestro
que enseña los mandamientos de Dios, que invita al seguimiento y da la gracia
para una vida nueva, está siempre presente y operante en medio de nosotros,
según su promesa: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin
del mundo» (Mt 28, 20). La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada
época se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia. Por esto el Señor prometió a
sus discípulos el Espíritu Santo, que les «recordaría» y les haría comprender
sus mandamientos (cf. Jn 14, 26), y, al mismo tiempo, sería el principio fontal
de una vida nueva para el mundo (cf. Jn 3, 5-8; Rm 8, 1-13).
Las prescripciones morales, impartidas por Dios en la antigua alianza y
perfeccionadas en la nueva y eterna en la persona misma del Hijo de Dios hecho
hombre, deben ser custodiadas fielmente y actualizadas permanentemente en las
diferentes culturas a lo largo de la historia. La tarea de su interpretación ha
sido confiada por Jesús a los Apóstoles y a sus sucesores, con la asistencia
especial del Espíritu de la verdad: «Quien a vosotros os escucha, a mí me
escucha» (Lc 10, 16). Con la luz y la fuerza de este Espíritu, los Apóstoles
cumplieron la misión de predicar el Evangelio y señalar el «camino» del Señor
(cf. Hch 18, 25), enseñando ante todo el seguimiento y la imitación de Cristo:
«Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21).
26. En la catequesis moral de los Apóstoles, junto a exhortaciones e
indicaciones relacionadas con el contexto histórico y cultural, hay una
enseñanza ética con precisas normas de comportamiento. Es cuanto emerge en sus
cartas, que contienen la interpretación —bajo la guía del Espíritu Santo— de los
preceptos del Señor que hay que vivir en las diversas circunstancias culturales
(cf. Rm 12, 15; 1 Co 11-14; Ga 5-6; Ef 4-6; Col 3-4; 1 P y St ). Encargados de
predicar el Evangelio, los Apóstoles, en virtud de su responsabilidad pastoral,
vigilaron, desde los orígenes de la Iglesia,sobre la recta conducta de los
cristianos 35, a la vez que vigilaron sobre la pureza de la fe y la transmisión
de los dones divinos mediante los sacramentos 36. Los primeros cristianos,
provenientes tanto del pueblo judío como de la gentilidad, se diferenciaban de
los paganos no sólo por su fe y su liturgia, sino también por el testimonio de
su conducta moral, inspirada en la Ley nueva37. En efecto, la Iglesia es a la
vez comunión de fe y de vida; su norma es «la fe que actúa por la caridad» (Ga
5, 6).
Ninguna laceración debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida: la
unidad de la Iglesia es herida no sólo por los cristianos que rechazan o falsean
la verdad de la fe, sino también por aquellos que desconocen las obligaciones
morales a las que los llama el Evangelio (cf. 1 Co 5, 9-13). Los Apóstoles
rechazaron con decisión toda disociación entre el compromiso del corazón y las
acciones que lo expresan y demuestran (cf. 1 Jn 2, 3-6). Y desde los tiempos
apostólicos, los pastores de la Iglesia han denunciado con claridad los modos de
actuar de aquellos que eran instigadores de divisiones con sus enseñanzas o sus
comportamientos 38.
27. Promover y custodiar, en la unidad de la Iglesia, la fe y la vida moral es
la misión confiada por Jesús a los Apóstoles (cf. Mt 28, 19-20), la cual se
continúa en el ministerio de sus sucesores. Es cuanto se encuentra en la
Tradición viva, mediante la cual —como afirma el concilio Vaticano II— «la
Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las
edades lo que es y lo que cree. Esta Tradición apostólica va creciendo en la
Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo» 39. En el Espíritu, la Iglesia acoge y
transmite la Escritura como testimonio de las maravillas que Dios ha hecho en la
historia (cf. Lc 1, 49), confiesa la verdad del Verbo hecho carne con los labios
de los Padres y de los doctores, practica sus preceptos y la caridad en la vida
de los santos y de las santas, y en el sacrificio de los mártires, celebra su
esperanza en la liturgia. Mediante la Tradición los cristianos reciben «la voz
viva del Evangelio» 40, como expresión fiel de la sabiduría y de la voluntad
divina.
Dentro de la Tradición se desarrolla, con la asistencia del Espíritu Santo, la
interpretación auténtica de la ley del Señor. El mismo Espíritu, que está en el
origen de la Revelación, de los mandamientos y de las enseñanzas de Jesús,
garantiza que sean custodiados santamente, expuestos fielmente y aplicados
correctamente en el correr de los tiempos y las circunstancias.
Estaactualización de los mandamientos es signo y fruto de una penetración más
profunda de la Revelación y de una comprensión de las nuevas situaciones
históricas y culturales bajo la luz de la fe. Sin embargo, aquélla no puede más
que confirmar la validez permanente de la revelación e insertarse en la estela
de la interpretación que de ella da la gran tradición de enseñanzas y vida de la
Iglesia, de lo cual son testigos la doctrina de los Padres, la vida de los
santos, la liturgia de la Iglesia y la enseñanza del Magisterio.
Además, como afirma de modo particular el Concilio, «el oficio de interpretar
auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al
Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo» 41.
De este modo, la Iglesia, con su vida y su enseñanza, se presenta como «columna
y fundamento de la verdad» (1 Tm 3, 15), también de la verdad sobre el obrar
moral. En efecto, «compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los
principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su
juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los
derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas» 42.
Precisamente sobre los interrogantes que caracterizan hoy la discusión moral y
en torno a los cuales se han desarrollado nuevas tendencias y teorías, el
Magisterio, en fidelidad a Jesucristo y en continuidad con la tradición de la
Iglesia, siente más urgente el deber de ofrecer el propio discernimiento y
enseñanza, para ayudar al hombre en su camino hacia la verdadera libertad.
CAPITULO II - "NO OS CONFORMEIS A LA MENTALIDAD DE ESTE MUNDO" (Rom 12,2)
La iglesia y el discernimiento de algunas tendencias de la teologia moral actual
Enseñar lo que es conforme a la sana doctrina (cf. Tt 2, 1)
28. La meditación del diálogo entre Jesús y el joven rico nos ha permitido
recoger los contenidos esenciales de la revelación del Antiguo y del Nuevo
Testamento sobre el comportamiento moral. Son: la subordinación del hombre y de
su obrar a Dios, el único que es «Bueno»; la relación, indicada de modo claro en
los mandamientos divinos, entre el bien moral de los actos humanosy la vida
eterna; el seguimiento de Cristo, que abre al hombre la perspectiva del amor
perfecto; y finalmente, el don del Espíritu Santo, fuente y fuerza de la vida
moral de la «nueva criatura» (cf. 2 Co 5, 17).
La Iglesia, en su reflexión moral, siempre ha tenido presentes las palabras que
Jesús dirigió al joven rico. En efecto, la sagrada Escritura es la fuente
siempre viva y fecunda de la doctrina moral de la Iglesia, como ha recordado el
concilio Vaticano II: «El Evangelio (es)... fuente de toda verdad salvadora y de
toda norma de conducta» 43. La Iglesia ha custodiado fielmente lo que la palabra
de Dios enseña no sólo sobre las verdades de fe, sino también sobre el
comportamiento moral, es decir, el comportamiento que agrada a Dios (cf. 1 Ts 4,
1), llevando a cabo un desarrollo doctrinalanálogo al que se ha dado en el
ámbito de las verdades de fe. La Iglesia, asistida por el Espíritu Santo que la
guía hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13), no ha dejado, ni puede dejar
nunca de escrutar el «misterio del Verbo encarnado», pues sólo en él «se
esclarece el misterio del hombre» 44.
29. La reflexión moral de la Iglesia, hecha siempre a la luz de Cristo, el
«Maestro bueno», se ha desarrollado también en la forma específica de la ciencia
teológica llamada teología moral; ciencia que acoge e interpela la divina
Revelación y responde a la vez a las exigencias de la razón humana. La teología
moral es una reflexión que concierne a la «moralidad», o sea, al bien y al mal
de los actos humanos y de la persona que los realiza, y en este sentido está
abierta a todos los hombres; pero es también teología, en cuanto reconoce el
principio y el fin del comportamiento moral en el único que es Bueno y que,
dándose al hombre en Cristo, le ofrece las bienaventuranzas de la vida divina.
El concilio Vaticano II invitó a los estudiosos a poner «una atención especial
en perfeccionar la teología moral; su exposición científica, alimentada en mayor
grado con la doctrina de la sagrada Escritura, ha de iluminar la excelencia de
la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en el
amor para la vida del mundo» 45. El mismo Concilio invitó a los teólogos a
observar los métodos y exigencias propios de la ciencia teológica, y «a buscar
continuamente un modo más adecuado de comunicar la doctrina a los hombres de su
tiempo, porque una cosa es el depósito mismo de la fe, es decir, las verdades, y
otra el modo en que se formulan, conservando su mismo sentido y significado» 46.
De ahí la ulterior invitación dirigida a todos los fieles, pero de manera
especial a los teólogos: «Los fieles deben vivir estrechamente unidos a los
demás hombres de su tiempo y procurar comprender perfectamente su forma de
pensar y sentir, lo cual se expresa por medio de la cultura» 47.
El esfuerzo de muchos teólogos, alentados por el Concilio, ya ha dado sus frutos
con interesantes y útiles reflexiones sobre las verdades de fe que hay que creer
y aplicar en la vida, presentadas de manera más adecuada a la sensibilidad y a
los interrogantes de los hombres de nuestro tiempo. La Iglesia y particularmente
los obispos, a los cuales Cristo ha confiado ante todo el servicio de enseñar,
acogen con gratitud este esfuerzo y alientan a los teólogos a un ulterior
trabajo, animado por un profundo y auténtico temor del Señor, que es el
principio de la sabiduría (cf. Pr 1, 7).
Al mismo tiempo, en el ámbito de las discusiones teológicas posconciliares se
han dado, sin embargo,algunas interpretaciones de la moral cristiana que no son
compatibles con la «doctrina sana»(2 Tm 4, 3). Ciertamente el Magisterio de la
Iglesia no desea imponer a los fieles ningún sistema teológico particular y
menos filosófico, sino que, para «custodiar celosamente y explicar fielmente» la
palabra de Dios 48, tiene el deber de declarar la incompatibilidad de ciertas
orientaciones del pensamiento teológico, y de algunas afirmaciones filosóficas,
con la verdad revelada 49.
30. Al dirigirme con esta encíclica a vosotros, hermanos en el episcopado, deseo
enunciar los principios necesarios para el discernimiento de lo que es contrario
a la «doctrina sana», recordando aquellos elementos de la enseñanza moral de la
Iglesia que hoy parecen particularmente expuestos al error, a la ambigüedad o al
olvido. Por otra parte, son elementos de los cuales depende la «respuesta a los
enigmas recónditos de la condición humana que, hoy como ayer, conmueven
íntimamente los corazones: ¿Qué es el hombre?, ¿cuál es el sentido y el fin de
nuestra vida?, ¿qué es el bien y qué el pecado?, ¿cuál es el origen y el fin del
dolor?, ¿cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad?, ¿qué es la
muerte, el juicio y la retribución después de la muerte?, ¿cuál es, finalmente,
ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos
y hacia el que nos dirigimos?» 50.
Estos y otros interrogantes, como ¿qué es la libertad y cuál es su relación con
la verdad contenida en la ley de Dios?, ¿cuál es el papel de la conciencia en la
formación de la concepción moral del hombre?, ¿cómo discernir, de acuerdo con la
verdad sobre el bien, los derechos y deberes concretos de la persona humana?, se
pueden resumir en la pregunta fundamental que el joven del evangelio hizo a
Jesús: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?».
Enviada por Jesús a predicar el Evangelio y a «hacer discípulos a todas las
gentes..., enseñándoles a guardar todo» lo que él ha mandado (cf. Mt 28, 19-20),
la Iglesia propone nuevamente, todavía hoy, la respuesta del Maestro. Ésta tiene
una luz y una fuerza capaces de resolver incluso las cuestiones más discutidas y
complejas. Esta misma luz y fuerza impulsan a la Iglesia a desarrollar
constantemente la reflexión no sólo dogmática, sino también moral en un ámbito
interdisciplinar, y en la medida en que sea necesario para afrontar los nuevos
problemas51.
Siempre bajo esta misma luz y fuerza, el Magisterio de la Iglesia realiza su
obra de discernimiento, acogiendo y aplicando la exhortación que el apóstol
Pablo dirigía a Timoteo: «Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús, que
ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su manifestación y por su reino:
proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta
con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no
soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se
buscarán una multitud de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus
oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo
con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador,
desempeña a la perfección tu ministerio» (2 Tm, 4, 1-5; cf. Tt 1, 10.13-14).
«Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32)
31. Los problemas humanos más debatidos y resueltos de manera diversa en la reflexión moral contemporánea se relacionan, aunque sea de modo distinto, con un problema crucial: la libertad del hombre.
No hay duda de que hoy día existe una concientización particularmente viva sobre la libertad. «Los hombres de nuestro tiempo tienen una conciencia cada vez mayor de la dignidad de la persona humana», como constataba ya la declaración conciliar Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa52. De ahí la reivindicación de la posibilidad de que los hombres «actúen según su propio criterio y hagan uso de una libertad responsable, no movidos por coacción, sino guiados por la conciencia del deber» 53. En concreto, el derecho a la libertad religiosa y al respeto de la conciencia en su camino hacia la verdad es sentido cada vez más como fundamento de los derechos de la persona, considerados en su conjunto 54.
De este modo, el sentido más profundo de la dignidad de la persona humana y de su unicidad, así como del respeto debido al camino de la conciencia, es ciertamente una adquisición positiva de la cultura moderna. Esta percepción, auténtica en sí misma, ha encontrado múltiples expresiones, más o menos adecuadas, de las cuales algunas, sin embargo, se alejan de la verdad sobre el hombre como criatura e imagen de Dios y necesitan por tanto ser corregidas o purificadas a la luz de la fe 55.
32. En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores. En esta dirección se orientan las doctrinas que desconocen el sentido de lo trascendente o las que son explícitamente ateas. Se han atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia. Pero, de este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de «acuerdo con uno mismo», de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral.
Como se puede comprender inmediatamente, no es ajena a esta evolución la crisis en torno a la verdad. Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón humana puede conocer, ha cambiado también inevitablemente la concepción misma de la conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad originaria, o sea, como acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que más bien se está orientado a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta visión coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. El individualismo, llevado a sus extremas consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana.
Estas diferentes concepciones están en la base de las corrientes de pensamiento que sostienen la antinomia entre ley moral y conciencia, entre naturaleza y libertad.
33. Paralelamente a la exaltación de la libertad, y paradójicamente en contraste con ella, la cultura moderna pone radicalmente en duda esta misma libertad. Un conjunto de disciplinas, agrupadas bajo el nombre de «ciencias humanas», han llamado justamente la atención sobre los condicionamientos de orden psicológico y social que pesan sobre el ejercicio de la libertad humana. El conocimiento de tales condicionamientos y la atención que se les presta son avances importantes que han encontrado aplicación en diversos ámbitos de la existencia, como por ejemplo en la pedagogía o en la administración de la justicia. Pero algunos de ellos, superando las conclusiones que se pueden sacar legítimamente de estas observaciones, han llegado a poner en duda o incluso a negar la realidad misma de la libertad humana.
Hay que recordar también algunas interpretaciones abusivas de la investigación científica en el campo de la antropología. Basándose en la gran variedad de costumbres, hábitos e instituciones presentes en la humanidad, se llega a conclusiones que, aunque no siempre niegan los valores humanos universales, sí llevan a una concepción relativista de la moral.
34. «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». La pregunta moral,a la que responde Cristo, no puede prescindir del problema de la libertad, es más, lo considera central, porque no existe moral sin libertad: «El hombre puede convertirse al bien sólo en la libertad»56. Pero, ¿qué libertad? El Concilio —frente a aquellos contemporáneos nuestros que «tanto defienden» la libertad y que la «buscan ardientemente», pero que «a menudo la cultivan de mala manera, como si fuera lícito todo con tal de que guste, incluso el mal»—, presenta la verdadera libertad: «La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Pues quiso Dios "dejar al hombre en manos de su propia decisión" (cf. Si 15, 14), de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a él, llegue libremente a la plena y feliz perfección» 57. Si existe el derecho de ser respetados en el propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación moral, grave para cada uno, de buscar la verdad y de seguirla una vez conocida 58. En este sentido el cardenal J. H. Newman, gran defensor de los derechos de la conciencia, afirmaba con decisión: «La conciencia tiene unos derechos porque tiene unos deberes» 59.
Algunas tendencias de la teología moral actual, bajo el influjo de las corrientes subjetivistas e individualistas a que acabamos de aludir, interpretan de manera nueva la relación de la libertad con la ley moral, con la naturaleza humana y con la conciencia, y proponen criterios innovadores de valoración moral de los actos. Se trata de tendencias que, aun en su diversidad, coinciden en el hecho de debilitar o incluso negar la dependencia de la libertad con respecto a la verdad.
Si queremos hacer un discernimiento crítico de estas tendencias —capaz de reconocer cuanto hay en ellas de legítimo, útil y valioso y de indicar, al mismo tiempo, sus ambigüedades, peligros y errores—, debemos examinarlas teniendo en cuenta que la libertad depende fundamentalmente de la verdad. Dependencia que ha sido expresada de manera límpida y autorizada por las palabras de Cristo: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32).
I. La libertad y la ley
«Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás» (Gn 2, 17)
35. Leemos en el libro del Génesis: «Dios impuso al hombre este mandamiento: "De
cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y
del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio"» (Gn
2, 16-17).
Con esta imagen, la Revelación enseña que el poder de decidir sobre el bien y el
mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios. El hombre es ciertamente libre,
desde el momento en que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y
posee una libertad muy amplia, porque puede comer «de cualquier árbol del
jardín». Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el
árbol de la ciencia del bien y del mal, por estar llamado a aceptar la ley moral
que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y
plena realización en esta aceptación. Dios, el único que es Bueno, conoce
perfectamente lo que es bueno para el hombre, y en virtud de su mismo amor se lo
propone en los mandamientos.
La ley de Dios, pues, no atenúa ni elimina la libertad del hombre, al contrario,
la garantiza y promueve. Pero, en contraste con lo anterior, algunas tendencias
culturales contemporáneas abogan por determinadas orientaciones éticas, que
tienen como centro de su pensamiento un pretendido conflicto entre la libertad y
la ley. Son las doctrinas que atribuyen a cada individuo o a los grupos sociales
la facultad de decidir sobre el bien y el mal: la libertad humana podría «crear
los valores» y gozaría de una primacía sobre la verdad, hasta el punto de que la
verdad misma sería considerada una creación de la libertad; la cual
reivindicaría tal grado de autonomía moral que prácticamente significaría su
soberanía absoluta.
36. La demanda de autonomía que se da en nuestros días no ha dejado de ejercer
su influencia incluso en el ámbito de la teología moral católica. En efecto, si
bien ésta nunca ha intentado contraponer la libertad humana a la ley divina, ni
poner en duda la existencia de un fundamento religioso último de las normas
morales, ha sido llevada, no obstante, a un profundo replanteamiento del papel
de la razón y de la fe en la fijación de las normas morales que se refieren a
específicos comportamientos «intramundanos», es decir, con respecto a sí mismos,
a los demás y al mundo de las cosas.
Se debe constatar que en la base de este esfuerzo de replanteamiento se
encuentran algunas demandas positivas, que, por otra parte, pertenecen, en su
mayoría, a la mejor tradición del pensamiento católico. Interpelados por el
concilio Vaticano II 60, se ha querido favorecer el diálogo con la cultura
moderna, poniendo de relieve el carácter racional —y por lo tanto universalmente
comprensible y comunicable— de las normas morales correspondientes al ámbito de
la ley moral y natural 61. Se ha querido reafirmar, además, el carácter interior
de las exigencias éticas que derivan de esa misma ley y que no se imponen a la
voluntad como una obligación, sino en virtud del reconocimiento previo de la
razón humana y, concretamente, de la conciencia personal.
Algunos, sin embargo, olvidando que la razón humana depende de la Sabiduría
divina y que, en el estado actual de naturaleza caída, existe la necesidad y la
realidad efectiva de la divina Revelación para el conocimiento de verdades
morales incluso de orden natural 62, han llegado a teorizar unacompleta
autonomía de la razón en el ámbito de las normas morales relativas al recto
ordenamiento de la vida en este mundo. Tales normas constituirían el ámbito de
una moral solamente «humana», es decir, serían la expresión de una ley que el
hombre se da autónomamente a sí mismo y que tiene su origen exclusivamente en la
razón humana. Dios en modo alguno podría ser considerado autor de esta ley, a no
ser en el sentido de que la razón humana ejerce su autonomía legisladora en
virtud de un mandato originario y total de Dios al hombre. Ahora bien, estas
tendencias de pensamiento han llevado a negar, contra la sagrada Escritura (cf.
Mt 15, 3-6) y la doctrina perenne de la Iglesia, que la ley moral natural tenga
a Dios como autor y que el hombre, mediante su razón, participe de la ley
eterna, que no ha sido establecida por él.
37. Queriendo, no obstante, mantener la vida moral en un contexto cristiano, ha
sido introducida por algunos teólogos moralistas una clara distinción, contraria
a la doctrina católica 63, entre un orden ético —que tendría origen humano y
valor solamente mundano—, y un orden de la salvación, para el cual tendrían
importancia sólo algunas intenciones y actitudes interiores ante Dios y el
prójimo. En consecuencia, se ha llegado hasta el punto de negar la existencia,
en la divina Revelación, de un contenido moral específico y determinado,
universalmente válido y permanente: la Palabra de Dios se limitaría a proponer
una exhortación, una parénesis genérica, que luego sólo la razón autónoma
tendría el cometido de llenar de determinaciones normativas verdaderamente
«objetivas», es decir, adecuadas a la situación histórica concreta. Naturalmente
una autonomía concebida así comporta también la negación de una competencia
doctrinal específica por parte de la Iglesia y de su magisterio sobre normas
morales determinadas relativas al llamado «bien humano». Éstas no pertenecerían
al contenido propio de la Revelación y no serían en sí mismas importantes en
orden a la salvación.
No hay nadie que no vea que semejante interpretación de la autonomía de la razón
humana comporta tesis incompatibles con la doctrina católica.
En este contexto es absolutamente necesario aclarar, a la luz de la palabra de
Dios y de la tradición viva de la Iglesia, las nociones fundamentales sobre la
libertad humana y la ley moral, así como sus relaciones profundas e internas.
Sólo así será posible corresponder a las justas exigencias de la racionalidad
humana, incorporando los elementos válidos de algunas corrientes de la teología
moral actual, sin prejuzgar el patrimonio moral de la Iglesia con tesis basadas
en un erróneo concepto de autonomía.
Dios quiso dejar al hombre «en manos de su propio albedrío» (Si 15, 14)
38. Citando las palabras del Eclesiástico, el concilio Vaticano II explica así
la «verdadera libertad» que en el hombre es «signo eminente de la imagen
divina»: «Quiso Dios "dejar al hombre en manos de su propio albedrío", de modo
que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a él, llegue libremente a
la plena y feliz perfección» 64. Estas palabras indican la maravillosa
profundidad de laparticipación en la soberanía divina, a la que el hombre ha
sido llamado; indican que la soberanía del hombre se extiende, en cierto modo,
sobre el hombre mismo. Éste es un aspecto puesto de relieve constantemente en la
reflexión teológica sobre la libertad humana, interpretada en los términos de
una forma de realeza. Dice, por ejemplo, san Gregorio Niseno: «El ánimo
manifiesta su realeza y excelencia... en su estar sin dueño y libre,
gobernándose autocráticamente con su voluntad. ¿De quién más es propio esto sino
del rey?... Así la naturaleza humana, creada para ser dueña de las demás
criaturas, por la semejanza con el soberano del universo fue constituida como
una viva imagen, partícipe de la dignidad y del nombre del Arquetipo» 65.
Gobernar el mundo constituye ya para el hombre un cometido grande y lleno de
responsabilidad, que compromete su libertad a obedecer al Creador: «Henchid la
tierra y sometedla» (Gn 1, 28). Bajo este aspecto cada hombre, así como la
comunidad humana, tiene una justa autonomía, a la cual la constitución conciliar
Gaudium et spes dedica una especial atención. Es la autonomía de las realidades
terrenas, la cual significa que «las cosas creadas y las sociedades mismas gozan
de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar
paulatinamente» 66.
39. No sólo el mundo, sino también el hombre mismo ha sido confiado a su propio
cuidado y responsabilidad. Dios lo ha dejado «en manos de su propio albedrío»
(Si 15, 14), para que busque a su creador y alcance libremente la perfección.
Alcanzar significaedificar personalmente en sí mismo esta perfección. En efecto,
igual que gobernando el mundo el hombre lo configura según su inteligencia y
voluntad, así realizando actos moralmente buenos, el hombre confirma, desarrolla
y consolida en sí mismo la semejanza con Dios.
El Concilio, no obstante, llama la atención ante un falso concepto de autonomía
de las realidades terrenas: el que considera que «las cosas creadas no dependen
de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin hacer referencia al Creador» 67.
De cara al hombre, semejante concepto de autonomía produce efectos
particularmente perjudiciales, asumiendo en última instancia un carácter ateo:
«Pues sin el Creador la criatura se diluye... Además, por el olvido de Dios la
criatura misma queda oscurecida» 68.
40. La enseñanza del Concilio subraya, por un lado, la actividad de la razón
humana cuando determina la aplicación de la ley moral: la vida moral exige la
creatividad y la ingeniosidad propias de la persona, origen y causa de sus actos
deliberados. Por otro lado, la razón encuentra su verdad y su autoridad en la
ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina 69. La vida moral
se basa, pues, en el principio de una «justa autonomía» 70 del hombre, sujeto
personal de sus actos. La ley moral proviene de Dios y en él tiene siempre su
origen. En virtud de la razón natural, que deriva de la sabiduría divina, la ley
moral es, al mismo tiempo, la ley propia del hombre. En efecto, la ley natural,
como se ha visto, «no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en
nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se
debe evitar. Dios ha donado esta luz y esta ley en la creación» 71. La justa
autonomía de la razón práctica significa que el hombre posee en sí mismo la
propia ley, recibida del Creador. Sin embargo, la autonomía de la razón no puede
significar la creación, por parte de la misma razón, de los valores y de las
normas morales 72. Si esta autonomía implicase una negación de la participación
de la razón práctica en la sabiduría del Creador y Legislador divino, o bien se
sugiriera una libertad creadora de las normas morales, según las contingencias
históricas o las diversas sociedades y culturas, tal pretendida autonomía
contradiría la enseñanza de la Iglesia sobre la verdad del hombre 73. Sería la
muerte de la verdadera libertad: «Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal
no comerás, porque, el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Gn 2, 17).
41. La verdadera autonomía moral del hombre no significa en absoluto el rechazo,
sino la aceptación de la ley moral, del mandato de Dios: «Dios impuso al hombre
este mandamiento...» (Gn2, 16). La libertad del hombre y la ley de Dios se
encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí, en el sentido de la libre
obediencia del hombre a Dios y de la gratuita benevolencia de Dios al hombre. Y,
por tanto, la obediencia a Dios no es, como algunos piensan, una heteronomía,
como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad de una omnipotencia
absoluta, externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad. En
realidad, si heteronomía de la moral significase negación de la
autodeterminación del hombre o imposición de normas ajenas a su bien, tal
heteronomía estaría en contradicción con la revelación de la Alianza y de la
Encarnación redentora, y no sería más que una forma de alienación, contraria a
la sabiduría divina y a la dignidad de la persona humana.
Algunos hablan justamente de teonomía, o de teonomía participada, porque la
libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón
y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios. Al
prohibir al hombre que coma «del árbol de la ciencia del bien y del mal», Dios
afirma que el hombre no tiene originariamente este «conocimiento», sino que
participa de él solamente mediante la luz de la razón natural y de la revelación
divina, que le manifiestan las exigencias y las llamadas de la sabiduría eterna.
Por tanto, la ley debe considerarse como una expresión de la sabiduría divina.
Sometiéndose a ella, la libertad se somete a la verdad de la creación. Por esto
conviene reconocer en la libertad de la persona humana la imagen y cercanía de
Dios, que está «presente en todos» (cf. Ef 4, 6); asimismo, conviene proclamar
la majestad del Dios del universo y venerar la santidad de la ley de Dios
infinitamente trascendente. Deus semper maior74.
Dichoso el hombre que se complace en la ley del Señor (cf. Sal 1, 1-2)
42. La libertad del hombre, modelada según la de Dios, no sólo no es negada por
su obediencia a la ley divina, sino que solamente mediante esta obediencia
permanece en la verdad y es conforme a la dignidad del hombre, como dice
claramente el Concilio: «La dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe
según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente
desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera
coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberándose de toda
esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la libre elección del bien y se
procura con eficacia y habilidad los medios adecuados para ello» 75. El hombre,
en su tender hacia Dios —«el único Bueno»—, debe hacer libremente el bien y
evitar el mal. Pero para esto el hombre debe poder distinguir el bien del mal. Y
esto sucede, ante todo, gracias a la luz de la razón natural, reflejo en el
hombre del esplendor del rostro de Dios. A este respecto, comentando un
versículo del Salmo 4, afirma santo Tomás: «El salmista, después de haber dicho:
"sacrificad un sacrificio de justicia" (Sal 4, 6), añade, para los que preguntan
cuáles son las obras de justicia: "Muchos dicen: ¿Quién nos mostrará el bien? ";
y, respondiendo a esta pregunta, dice:"La luz de tu rostro, Señor, ha quedado
impresa en nuestras mentes", como si la luz de la razón natural, por la cual
discernimos lo bueno y lo malo —tal es el fin de la ley natural—, no fuese otra
cosa que la luz divina impresa en nosotros» 76. De esto se deduce el motivo por
el cual esta ley se llama ley natural: no por relación a la naturaleza de los
seres irracionales, sino porque la razón que la promulga es propia de la
naturaleza humana77.
43. El concilio Vaticano II recuerda que «la norma suprema de la vida humana es
la misma ley divina, eterna, objetiva y universal mediante la cual Dios ordena,
dirige y gobierna, con el designio de su sabiduría y de su amor, el mundo y los
caminos de la comunidad humana. Dios hace al hombre partícipe de esta ley suya,
de modo que el hombre, según ha dispuesto suavemente la Providencia divina,
pueda reconocer cada vez más la verdad inmutable» 78.
El Concilio remite a la doctrina clásica sobre la ley eterna de Dios. San
Agustín la define como «la razón o la voluntad de Dios que manda conservar el
orden natural y prohíbe perturbarlo» 79; santo Tomás la identifica con «la razón
de la sabiduría divina, que mueve todas las cosas hacia su debido fin» 80. Pero
la sabiduría de Dios es providencia, amor solícito. Es, pues, Dios mismo quien
ama y, en el sentido más literal y fundamental, se cuida de toda la creación
(cf. Sb 7, 22; 8-11). Sin embargo, Dios provee a los hombres de manera diversa
respecto a los demás seres que no son personas: no desde fuera, mediante las
leyes inmutables de la naturaleza física, sino desde dentro,mediante la razón
que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo
capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación 81. De esta
manera, Dios llama al hombre a participar de su providencia, queriendo por medio
del hombre mismo, o sea, a través de su cuidado razonable y responsable, dirigir
el mundo: no sólo el mundo de la naturaleza, sino también el de las personas
humanas. En este contexto, como expresión humana de la ley eterna de Dios, se
sitúa la ley natural: «La criatura racional, entre todas las demás —afirma santo
Tomás—, está sometida a la divina Providencia de una manera especial, ya que se
hace partícipe de esa providencia, siendo providente para sí y para los demás.
Participa, pues, de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a la acción y
al fin debidos. Y semejante participación de la ley eterna en la criatura
racional se llama ley natural» 82.
44. La Iglesia se ha referido a menudo a la doctrina tomista sobre la ley
natural, asumiéndola en su enseñanza moral. Así, mi venerado predecesor León
XIII ponía de relieve la esencial subordinación de la razón y de la ley humana a
la sabiduría de Dios y a su ley. Después de afirmar que «la ley natural está
escrita y grabada en el ánimo de todos los hombres y de cada hombre, ya que no
es otra cosa que la misma razón humana que nos manda hacer el bien y nos intima
a no pecar», León XIII se refiere a la «razón más alta» del Legislador divino.
«Pero tal prescripción de la razón humana no podría tener fuerza de ley si no
fuese la voz e intérprete de una razón más alta, a la que nuestro espíritu y
nuestra libertad deben estar sometidos». En efecto, la fuerza de la ley reside
en su autoridad de imponer unos deberes, otorgar unos derechos y sancionar
ciertos comportamientos: «Ahora bien, todo esto no podría darse en el hombre si
fuese él mismo quien, como legislador supremo, se diera la norma de sus
acciones». Y concluye: «De ello se deduce que la ley natural es la misma ley
eterna, ínsita en los seres dotados de razón, que los inclina al acto y al fin
que les conviene; es la misma razón eterna del Creador y gobernador del
universo» 83.
El hombre puede reconocer el bien y el mal gracias a aquel discernimiento del
bien y del mal que él mismo realiza mediante su razón iluminada por la
revelación divina y por la fe, en virtud de la ley que Dios ha dado al pueblo
elegido, empezando por los mandamientos del Sinaí. Israel fue llamado a recibir
y vivir la ley de Dios como don particular y signo de la elección y de la
alianza divina, y a la vez como garantía de la bendición de Dios. Así Moisés
podía dirigirse a los hijos de Israel y preguntarles: «¿Hay alguna nación tan
grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor nuestro Dios siempre
que le invocamos? Y ¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan
justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?» (Dt 4, 7-8). Es en los Salmos
donde encontramos los sentimientos de alabanza, gratitud y veneración que el
pueblo elegido está llamado a tener hacia la ley de Dios, junto con la
exhortación a conocerla, meditarla y traducirla en la vida: «¡Dichoso el hombre
que no sigue el consejo de los impíos, ni en la senda de los pecadores se
detiene, ni en el banco de los burlones se sienta, mas se complace en la ley del
Señor, su ley susurra día y noche!» (Sal 1, 1-2). «La ley del Señor es perfecta,
consolación del alma, el dictamen del Señor, veraz, sabiduría del sencillo. Los
preceptos del Señor son rectos, gozo del corazón; claro el mandamiento del
Señor, luz de los ojos» (Sal 19, 8-9).
45. La Iglesia acoge con reconocimiento y custodia con amor todo el depósito de
la Revelación, tratando con religioso respeto y cumpliendo su misión de
interpretar la ley de Dios de manera auténtica a la luz del Evangelio. Además,
la Iglesia recibe como don la Ley nueva, que es el «cumplimiento» de la ley de
Dios en Jesucristo y en su Espíritu. Es una ley «interior» (cf. Jr 31, 31-33),
«escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de
piedra, sino en tablas de carne, en los corazones» (2 Co 3, 3); una ley de
perfección y de libertad (cf. 2 Co 3, 17); es «la ley del espíritu que da la
vida en Cristo Jesús» (Rm 8, 2). Sobre esta ley dice santo Tomás: «Ésta puede
llamarse ley en doble sentido. En primer lugar, ley del espíritu es el Espíritu
Santo... que, por inhabitación en el alma, no sólo enseña lo que es necesario
realizar iluminando el entendimiento sobre las cosas que hay que hacer, sino
también inclina a actuar con rectitud... En segundo lugar, ley del espíritu
puede llamarse el efecto propio del Espíritu Santo, es decir, la fe que actúa
por la caridad (Ga 5, 6), la cual, por eso mismo, enseña interiormente sobre las
cosas que hay que hacer... e inclina el afecto a actuar» 84.
Aunque en la reflexión teológico-moral se suele distinguir la ley de Dios
positiva o revelada de la natural, y en la economía de la salvación se distingue
la ley antigua de la nueva, no se puede olvidar que éstas y otras distinciones
útiles se refieren siempre a la ley cuyo autor es el mismo y único Dios, y cuyo
destinatario es el hombre. Los diversos modos con que Dios se cuida del mundo y
del hombre, no sólo no se excluyen entre sí, sino que se sostienen y se
compenetran recíprocamente. Todos tienen su origen y confluyen en el eterno
designio sabio y amoroso con el que Dios predestina a los hombres «a reproducir
la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29). En este designio no hay ninguna amenaza para
la verdadera libertad del hombre; al contrario, la aceptación de este designio
es la única vía para la consolidación de dicha libertad.
«Como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón» (Rm
2, 15)
46. El presunto conflicto entre la libertad y la ley se replantea hoy con una
fuerza singular en relación con la ley natural y, en particular, en relación con
la naturaleza. En realidad los debates sobre naturaleza y libertad siempre han
acompañado la historia de la reflexión moral, asumiendo tonos encendidos con el
Renacimiento y la Reforma, como se puede observar en las enseñanzas del concilio
de Trento 85. La época contemporánea está marcada, si bien en un sentido
diferente, por una tensión análoga. El gusto de la observación empírica, los
procedimientos de objetivación científica, el progreso técnico, algunas formas
de liberalismo han llevado a contraponer los dos términos, como si la dialéctica
—e incluso el conflicto— entre libertad y naturaleza fuera una característica
estructural de la historia humana. En otras épocas parecía que la «naturaleza»
sometiera totalmente el hombre a sus dinamismos e incluso a sus determinismos.
Aún hoy día las coordenadas espacio-temporales del mundo sensible, las
constantes físico-químicas, los dinamismos corpóreos, las pulsiones psíquicas y
los condicionamientos sociales parecen a muchos como los únicos factores
realmente decisivos de las realidades humanas. En este contexto, incluso los
hechos morales, independientemente de su especificidad, son considerados a
menudo como si fueran datos estadísticamente constatables, como comportamientos
observables o explicables sólo con las categorías de los mecanismos psico-sociales.
Y así algunos estudiosos de ética, que por profesión examinan los hechos y los
gestos del hombre, pueden sentir la tentación de valorar su saber, e incluso sus
normas de actuación, según un resultado estadístico sobre los comportamientos
humanos concretos y las opiniones morales de la mayoría.
En cambio, otros moralistas, preocupados por educar en los valores, son
sensibles al prestigio de la libertad, pero a menudo la conciben en oposición o
contraste con la naturaleza material y biológica, sobre la que debería
consolidarse progresivamente. A este respecto, diferentes concepciones coinciden
en olvidar la dimensión creatural de la naturaleza y en desconocer su
integridad. Para algunos, la naturaleza se reduce a material para la actuación
humana y para su poder. Esta naturaleza debería ser transformada profundamente,
es más, superada por la libertad, dado que constituye su límite y su negación.
Para otros, es en la promoción sin límites del poder del hombre, o de su
libertad, como se constituyen los valores económicos, sociales, culturales e
incluso morales. Entonces la naturaleza estaría representada por todo lo que en
el hombre y en el mundo se sitúa fuera de la libertad. Dicha naturaleza
comprendería en primer lugar el cuerpo humano, su constitución y su dinamismo. A
este aspecto físico se opondría lo que se ha construido, es decir, la cultura,
como obra y producto de la libertad. La naturaleza humana, entendida así, podría
reducirse y ser tratada como material biológico o social siempre disponible.
Esto significa, en último término, definir la libertad por medio de sí misma y
hacer de ella una instancia creadora de sí misma y de sus valores. Con ese
radicalismo el hombre ni siquiera tendría naturaleza y sería para sí mismo su
propio proyecto de existencia. ¡El hombre no sería nada más que su libertad!
47. En este contexto han surgido las objeciones de fisicismo y naturalismo
contra la concepción tradicional de la ley natural. Ésta presentaría como leyes
morales las que en sí mismas serían sólo leyes biológicas. Así, muy
superficialmente, se atribuiría a algunos comportamientos humanos un carácter
permanente e inmutable, y, sobre esa base, se pretendería formular normas
morales universalmente válidas. Según algunos teólogos, semejante argumento
biologista o naturalistaestaría presente incluso en algunos documentos del
Magisterio de la Iglesia, especialmente en los relativos al ámbito de la ética
sexual y matrimonial. Basados en una concepción naturalística del acto sexual,
se condenarían como moralmente inadmisibles la contracepción, la esterilización
directa, el autoerotismo, las relaciones prematrimoniales, las relaciones
homosexuales, así como la fecundación artificial. Ahora bien, según el parecer
de estos teólogos, la valoración moralmente negativa de tales actos no
consideraría de manera adecuada el carácter racional y libre del hombre, ni el
condicionamiento cultural de cada norma moral. Ellos dicen que el hombre, como
ser racional, no sólo puede, sino que incluso debe decidir libremente el sentido
de sus comportamientos. Estedecidir el sentido debería tener en cuenta,
obviamente, los múltiples límites del ser humano, que tiene una condición
corpórea e histórica. Además, debería considerar los modelos de comportamiento y
el significado que éstos tienen en una cultura determinada. Y, sobre todo,
debería respetar el mandamiento fundamental del amor a Dios y al prójimo.
Afirman también que, sin embargo, Dios ha creado al hombre como ser
racionalmente libre; lo ha dejado «en manos de su propio albedrío» y de él
espera una propia y racional formación de su vida. El amor al prójimo
significaría sobre todo o exclusivamente un respeto a su libre decisión sobre sí
mismo. Los mecanismos de los comportamientos propios del hombre, así como las
llamadas inclinaciones naturales, establecerían al máximo —como suele decirse—
una orientación general del comportamiento correcto, pero no podrían determinar
la valoración moral de cada acto humano, tan complejo desde el punto de vista de
las situaciones.
48. Ante esta interpretación conviene mirar con atención la recta relación que
hay entre libertad y naturaleza humana, y, en concreto, el lugar que tiene el
cuerpo humano en las cuestiones de la ley natural.
Una libertad que pretenda ser absoluta acaba por tratar el cuerpo humano como un
ser en bruto, desprovisto de significado y de valores morales hasta que ella no
lo revista de su proyecto. Por lo cual, la naturaleza humana y el cuerpo
aparecen como unos presupuestos o preliminares,materialmente necesarios para la
decisión de la libertad, pero extrínsecos a la persona, al sujeto y al acto
humano. Sus dinamismos no podrían constituir puntos de referencia para la opción
moral, desde el momento que las finalidades de esas inclinaciones serían sólo
bienes «físicos», llamados por algunos premorales. Hacer referencia a los
mismos, para buscar indicaciones racionales sobre el orden de la moralidad,
debería ser tachado de fisicismo o de biologismo. En semejante contexto la
tensión entre la libertad y una naturaleza concebida en sentido reductivo se
resuelve con una división dentro del hombre mismo.
Esta teoría moral no está conforme con la verdad sobre el hombre y sobre su
libertad. Contradice lasenseñanzas de la Iglesia sobre la unidad del ser humano,
cuya alma racional es «per se et essentialiter» la forma del cuerpo 86. El alma
espiritual e inmortal es el principio de unidad del ser humano, es aquello por
lo cual éste existe como un todo —«corpore et anima unus» 87— en cuanto persona.
Estas definiciones no indican solamente que el cuerpo, para el cual ha sido
prometida la resurrección, participará también de la gloria; recuerdan,
igualmente, el vínculo de la razón y de la libre voluntad con todas las
facultades corpóreas y sensibles. La persona —incluido el cuerpo— está confiada
enteramente a sí misma, y es en la unidad de alma y cuerpo donde ella es el
sujeto de sus propios actos morales. La persona, mediante la luz de la razón y
la ayuda de la virtud, descubre en su cuerpo los signos precursores, la
expresión y la promesa del don de sí misma, según el sabio designio del Creador.
Es a la luz de la dignidad de la persona humana —que debe afirmarse por sí
misma— como la razón descubre el valor moral específico de algunos bienes a los
que la persona se siente naturalmente inclinada. Y desde el momento en que la
persona humana no puede reducirse a una libertad que se autoproyecta, sino que
comporta una determinada estructura espiritual y corpórea, la exigencia moral
originaria de amar y respetar a la persona como un fin y nunca como un simple
medio, implica también, intrínsecamente, el respeto de algunos bienes
fundamentales, sin el cual se caería en el relativismo y en el arbitrio.
49. Una doctrina que separe el acto moral de las dimensiones corpóreas de su
ejercicio es contraria a las enseñanzas de la sagrada Escritura y de la
Tradición. Tal doctrina hace revivir, bajo nuevas formas, algunos viejos errores
combatidos siempre por la Iglesia, porque reducen la persona humana a una
libertad espiritual, puramente formal. Esta reducción ignora el significado
moral del cuerpo y de sus comportamientos (cf. 1 Co 6, 19). El apóstol Pablo
declara excluidos del reino de los cielos a los «impuros, idólatras, adúlteros,
afeminados, homosexuales, ladrones, avaros, borrachos, ultrajadores y rapaces»
(cf. 1 Co 6, 9-10). Esta condena —citada por el concilio de Trento 88— enumera
como pecados mortales, o prácticas infames, algunos comportamientos específicos
cuya voluntaria aceptación impide a los creyentes tener parte en la herencia
prometida. En efecto, cuerpo y alma son inseparables: en la persona, en el
agente voluntario y en el acto deliberado, están o se pierden juntos.
50. Es así como se puede comprender el verdadero significado de la ley natural,
la cual se refiere a la naturaleza propia y originaria del hombre, a la
«naturaleza de la persona humana» 89, que es la persona misma en la unidad de
alma y cuerpo; en la unidad de sus inclinaciones de orden espiritual y
biológico, así como de todas las demás características específicas, necesarias
para alcanzar su fin. «La ley moral natural evidencia y prescribe las
finalidades, los derechos y los deberes, fundamentados en la naturaleza corporal
y espiritual de la persona humana. Esa ley no puede entenderse como una
normatividad simplemente biológica, sino que ha de ser concebida como el orden
racional por el que el hombre es llamado por el Creador a dirigir y regular su
vida y sus actos y, más concretamente, a usar y disponer del propio cuerpo» 90.
Por ejemplo, el origen y el fundamento del deber de respetar absolutamente la
vida humana están en la dignidad propia de la persona y no simplemente en el
instinto natural de conservar la propia vida física. De este modo, la vida
humana, por ser un bien fundamental del hombre, adquiere un significado moral en
relación con el bien de la persona que siempre debe ser afirmada por sí misma:
mientras siempre es moralmente ilícito matar un ser humano inocente, puede ser
lícito, loable e incluso obligatorio dar la propia vida (cf. Jn 15, 13) por amor
al prójimo o para dar testimonio de la verdad. En realidad sólo con referencia a
la persona humana en su «totalidad unificada», es decir, «alma que se expresa en
el cuerpo informado por un espíritu inmortal» 91, se puede entender el
significado específicamente humano del cuerpo. En efecto, las inclinaciones
naturales tienen una importancia moral sólo cuando se refieren a la persona
humana y a su realización auténtica, la cual se verifica siempre y solamente en
la naturaleza humana. La Iglesia, al rechazar las manipulaciones de la
corporeidad que alteran su significado humano, sirve al hombre y le indica el
camino del amor verdadero, único medio para poder encontrar al verdadero Dios.
La ley natural, así entendida, no deja espacio de división entre libertad y
naturaleza. En efecto, éstas están armónicamente relacionadas entre sí e íntima
y mutuamente aliadas.
«Pero al principio no fue así» (Mt 19, 8)
51. El presunto conflicto entre libertad y naturaleza repercute también sobre la
interpretación de algunos aspectos específicos de la ley natural, principalmente
sobre su universalidad e inmutabilidad. «¿Dónde, pues, están escritas estas
reglas —se pregunta san Agustín— ...sino en el libro de aquella luz que se llama
verdad? De aquí, pues, deriva toda ley justa y actúa rectamente en el corazón
del hombre que obra la justicia, no saliendo de él, sino como imprimiéndose en
él, como la imagen pasa del anillo a la cera, pero sin abandonar el anillo» 92.
Precisamente gracias a esta «verdad» la ley natural implica la universalidad. En
cuanto inscrita en la naturaleza racional de la persona, se impone a todo ser
dotado de razón y que vive en la historia. Para perfeccionarse en su orden
específico, la persona debe realizar el bien y evitar el mal, preservar la
transmisión y la conservación de la vida, mejorar y desarrollar las riquezas del
mundo sensible, cultivar la vida social, buscar la verdad, practicar el bien,
contemplar la belleza 93.
La separación hecha por algunos entre la libertad de los individuos y la
naturaleza común a todos, como emerge de algunas teorías filosóficas de gran
resonancia en la cultura contemporánea, ofusca la percepción de la universalidad
de la ley moral por parte de la razón. Pero, en la medida en que expresa la
dignidad de la persona humana y pone la base de sus derechos y deberes
fundamentales, la ley natural es universal en sus preceptos, y su autoridad se
extiende a todos los hombres. Esta universalidad no prescinde de la singularidad
de los seres humanos, ni se opone a la unicidad y a la irrepetibilidad de cada
persona; al contrario, abarca básicamente cada uno de sus actos libres, que
deben demostrar la universalidad del verdadero bien. Nuestros actos, al
someterse a la ley común, edifican la verdadera comunión de las personas y, con
la gracia de Dios, ejercen la caridad, «que es el vínculo de la perfección» (Col
3, 14). En cambio, cuando nuestros actos desconocen o ignoran la ley, de manera
imputable o no, perjudican la comunión de las personas, causando daño.
52. Es justo y bueno, siempre y para todos, servir a Dios, darle el culto debido
y honrar como es debido a los padres. Estos preceptos positivos, que prescriben
cumplir algunas acciones y cultivar ciertas actitudes, obligan universalmente;
son inmutables 94; unen en el mismo bien común a todos los hombres de cada época
de la historia, creados para «la misma vocación y destino divino» 95. Estas
leyes universales y permanentes corresponden a conocimientos de la razón
práctica y se aplican a los actos particulares mediante el juicio de la
conciencia. El sujeto que actúa asimila personalmente la verdad contenida en la
ley; se apropia y hace suya esta verdad de su ser mediante los actos y las
correspondientes virtudes. Los preceptos negativos de la ley natural son
universalmente válidos: obligan a todos y cada uno, siempre y en toda
circunstancia. En efecto, se trata de prohibiciones que vedan una determinada
acción «semper et pro semper», sin excepciones, porque la elección de ese
comportamiento en ningún caso es compatible con la bondad de la voluntad de la
persona que actúa, con su vocación a la vida con Dios y a la comunión con el
prójimo. Está prohibido a cada uno y siempre infringir preceptos que vinculan a
todos y cueste lo que cueste, y dañar en otros y, ante todo, en sí mismos, la
dignidad personal y común a todos.
Por otra parte, el hecho de que solamente los mandamientos negativos obliguen
siempre y en toda circunstancia, no significa que, en la vida moral, las
prohibiciones sean más importantes que el compromiso de hacer el bien, como
indican los mandamientos positivos. La razón es, más bien, la siguiente: el
mandamiento del amor a Dios y al prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún
límite superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se viola el
mandamiento. Además, lo que se debe hacer en una determinada situación depende
de las circunstancias, las cuales no se pueden prever todas con antelación; por
el contrario, se dan comportamientos que nunca y en ninguna situación pueden ser
una respuesta adecuada, o sea, conforme a la dignidad de la persona. En último
término, siempre es posible que al hombre, debido a presiones u otras
circunstancias, le sea imposible realizar determinadas acciones buenas; pero
nunca se le puede impedir que no haga determinadas acciones, sobre todo si está
dispuesto a morir antes que hacer el mal.
La Iglesia ha enseñado siempre que nunca se deben escoger comportamientos
prohibidos por los mandamientos morales, expresados de manera negativa en el
Antiguo y en el Nuevo Testamento. Como se ha visto, Jesús mismo afirma la
inderogabilidad de estas prohibiciones: «Si quieres entrar en la vida, guarda
los mandamientos...: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no
levantarás testimonio falso» (Mt 19, 17-18).
53. La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo muestra por la historicidad
y por la cultura, lleva a algunos a dudar de la inmutabilidad de la misma ley
natural, y por tanto de la existencia de «normas objetivas de moralidad» 96
válidas para todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana. ¿Es acaso posible
afirmar como universalmente válidas para todos y siempre permanentes ciertas
determinaciones racionales establecidas en el pasado, cuando se ignoraba el
progreso que la humanidad habría hecho sucesivamente?
No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero
tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra
parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo
que las transciende. Este algo es precisamente lanaturaleza del hombre:
precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para
que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su
dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser. Poner en
tela de juicio los elementos estructurales permanentes del hombre, relacionados
también con la misma dimensión corpórea, no sólo entraría en conflicto con la
experiencia común, sino que haría incomprensible la referencia que Jesús hizo al
«principio», precisamente allí donde el contexto social y cultural del tiempo
había deformado el sentido originario y el papel de algunas normas morales (cf.
Mt 19, 1-9). En este sentido «afirma, además, la Iglesia que en todos los
cambios subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último
en Cristo, que es el mismo ayer, hoy y por los siglos» 97. Él es elPrincipio
que, habiendo asumido la naturaleza humana, la ilumina definitivamente en sus
elementos constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y el prójimo 98.
Ciertamente, es necesario buscar y encontrar la formulación de las normas
morales universales y permanentes más adecuada a los diversos contextos
culturales, más capaz de expresar incesantemente la actualidad histórica y de
hacer comprender e interpretar auténticamente la verdad. Esta verdad de la ley
moral —igual que la del depósito de la fe— se desarrolla a través de los siglos.
Las normas que la expresan siguen siendo sustancialmente válidas, pero deben ser
precisadas y determinadas «eodem sensu eademque sententia» 99 según las
circunstancias históricas del Magisterio de la Iglesia, cuya decisión está
precedida y va acompañada por el esfuerzo de lectura y formulación propio de la
razón de los creyentes y de la reflexión teológica 100.